Razón: portería

Razón: portería

Laura MS

17/05/2016

El reluciente suelo de mármol reflejaba los pares de impolutos zapatos que continuamente se dirigían del portal al ascensor. Las primeras horas de la mañana eran un ir y venir continúo de trajes recién planchados, maletines y lociones de afeitado que olían a caro. Ajeno a este trajín, una quijotesca figura limpiaba con parsimonia los cristales de la inmensa puerta de hierro forjado.

–  Buenos días, Julián. ¿Qué tal?

– Buenos días. Sin novedad, limpiando los cristales. – tras varias décadas repitiendo invariablemente el mismo saludo, las palabras se deslizaron por su boca en un gesto que era ya tan automático como el pestañear.

Cuando los cristales quedaron impolutos, Julián se dirigió con sus característicos andares de bicho palo a echar las cartas al buzón. Cada vez más vecinos venían a devolverle las cartas que no les correspondían, pero Julián se negaba en rotundo a utilizar las gruesas gafas de culo de vaso que sus ojos suplicaban. Ya había sido durante muchos años de su niñez el Rompetechos del barrio.

–  Buenos días, señor González. – el citado señor y sus aires de superioridad se metieron en el ascensor dando un portazo, sin ni siquiera mirar a nuestro protagonista. – Siempre igual, el gilipoyas. – comentó Julián a los buzones – Este cualquier día se queda encerrado en el ascensor.

Una sonrisa maliciosa apareció en sus dientes de alquitrán. Rebuscó en su gran manojo de llaves la que accionaba el ascensor y con un hábil movimiento detuvo el ascendente viaje del señor González a su oficina.

–  Enseguida lo arreglo, señor González. Con tanto portazo, se debe haber estropeado algún mecanismo. – inventó Julián como respuesta a los gritos histéricos que salían del ascensor.

Cuando terminó de echar las cartas a los buzones y de dar unas caladas al perenne cigarro que llevaba detrás de la oreja, se dirigió, con su parsimonia habitual, al rescate del señor González. Este, sin dar las gracias siquiera, corrió rojo de ira a su oficina. Julián bajó en el ascensor silbando mientras recogía las colillas, papeles y toda la basura que el señor González dejaba día tras día en el ascensor.

Por fin había llegado su momento favorito del día. Mientras sonreía por la trastada que había hecho, dio comienzo a su ritual diario: encender la radio, ajustar el flexo, abastecer el viejo cenicero de cerámica con los caramelos de regaliz que irían desapareciendo paulatinamente a lo largo del día y lo más importante, sacar su tablero de ajedrez. Las siguientes siete horas hasta que cerrara la portería, Julián las pasaría ensayando jugadas maestras y practicando sus ya expertos movimientos. Eso era lo que le hacía feliz. Nada podía equipararse con el ajedrez.

–  Buenos días, Julián. ¿Echando una partidita?

–  Sí, sí. – Marcelo, el cartero, le sacó de su mundo de peones y alfiles. En seguida se abstrajo otra vez de lo que le rodeaba y volvió a su tablero. Total, la conversación que iba a tener lugar ya la tenía de sobra aprendida – ¿Muchas cartas hoy?

–  Lo de siempre. Me voy corriendo, que aún me queda un buen trecho de la ruta.  Tengo los pies destrozados. Y tú mientras aquí, jugando al ajedrez.

–  Y encima me pagan. – los dos sonrieron – Hasta mañana.

Julián se tomó un descanso después de varias partidas contra sí mismo y salió a la puerta del portal a observar la marea de ejecutivos y abogados que corrían con un café en una mano y el móvil en la otra. Su semblante tranquilo contrastaba con las caras serias y estresadas que se sucedían sin descanso. Algunas entraban en su edificio y otras seguían su apresurado paseo. Julián ya había perdido la cuenta del número de oficinas y negocios que había habido durante el incontable tiempo que llevaba desempeñando su trabajo.

Su espigada y seca figura pertenecía ya al edificio de la misma manera que las ventanas victorianas o las calderas de carbón. Tantos años allí y lo único que los vecinos podían decir de nuestro protagonista es que era Julián, el portero. Todos sabían dónde encontrarle cuando los problemas surgían. Pero nadie sabía que Julián tomaba el café con tres cucharadas de azúcar, que era subcampeón de España de ajedrez o que era capaz de tocar el piano con los ojos cerrados.  Sus relaciones se basaban en cortesías y frases sociales de pocos segundos. Pero, al fin y al cabo, ¿qué sabemos de la gente con la que nos cruzamos todos los días? Muchas veces son la parte viva del escenario por el que discurre nuestra vida.

Con el rabillo del ojo, vio que el señor González bajaba las escaleras en vez de tomar el ascensor. No pudo reprimir la risa al recordar el incidente de esta mañana. Otro día más, las horas habían volado. Mientras daba las buenas tardes de rigor a los arrugados trajes y caras cansadas que se habían olvidado de dejar el estrés en la oficina, guardó el tablero de ajedrez, apagó las luces y con dos vueltas de llave, cerró la portería. Julián pensó en su propia jornada de trabajo y sonrió feliz.

–  Otro día perfecto. – comentó al frío portal de mármol.

FIN

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Portal en la calle Serrano, Madrid

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