La enfermedad de las letras

La enfermedad de las letras

Agustí Rigo Juan

16/05/2016

Oculto, oscuro, encerrado en algún renglón. Mágico y tarugo, despierta jurásico, bajo el sol de otra creación.

Los labios teñidos por el bruno color de la tinta, la pobre criatura quería comer letras, y todavía no sabía que esa no era la forma de ingerirlas. Tenía la enfermedad, esa con la que sueles ganarte motes detestables, la maldita locura por las letras. Almorzaba de letras, las desayunaba, las cenaba, las desechaba por el agua del lavabo. Pobre, hubo un momento en que llegó a sentirse sucio, tan dependiente, tan adicto. Tanteó otras artes, otras modas, otros juegos. Por un tiempo, odió las letras. Le dolía a la par que le excitaba acostarse con ellas. Sobrio de sensaciones, se sumergía en aquellas enormes nubes de papel y se emborrachaba de clásicos.

Experimentó con la vida, vivió casi feliz, como la mayoría de los jóvenes de su generación. Llegada la hora de elegir, tan joven y tan cargado de potentes impulsos animales, eligió el camino erróneo. Vagó por senderos que no llegó a entender, aprendió principios que no debería haber aprendido, y olvido finales que jamás volvería a conocer. Otra vez, como la mayoría de jóvenes de su generación, erró, falló, recluido en aquellos enormes habitáculos abarrotados de personas forzadas a callar, a escuchar y a rendir bajo las órdenes de señores anticuados.

Uno de esos señores, con bigote, atrajo su juvenil interés. Hablaba de versos, de rimas, antagonistas, diálogos, ensayos, nudos y de desenlaces. La pasión con la que narraba la información le impactó en el pecho, algo vibraba cerca de su estómago. Mamá, quiero ser escritor, había dicho mientras comían. Su mamá insistió en que lo que debía hacer era llenar una carpeta de titulaciones, de horas de trabajos estériles de pasión, y sólo así llegaría a ser alguien en esos tiempos difíciles.

A desgana, con miedo de defraudar a su amada madre, siguió el camino que le marcaban las estrellas de aquel turbulento mar. Todos decían que podría ser un excelente esto o un maravilloso aquello. Le animaban a seguir los senderos marcados por el señor, no el misericordioso, si no aquel al que llamaban tutor. Con coraje, podrás llegar a ser un estupendo periodista, o un prestigioso filólogo, y quién sabe, tal vez llegues a maestro de universidad. Más o menos obedeció, siguió el dictado, a desgana iba superando pruebas exigentes y ausentas de significado.

Como quien fuma, o quien bebe, era adicto, fumaba y bebía mientras escribía. En sus libretas, que guardaba con sagrada gracia en un rincón de su agradable guarida, invertía largas horas agarrado a su tintero. Se emborrachaba de letras, de vino, de saque y de historias. Fumaba sólo o acompañándolo, creando marañas de letras cargadas de surrealismo. En el mar, en el desierto o en el cielo. Soñaba que volaba, que corría sobre letras. Jugó hasta que necesitó algo más.

Empezó a hacer música con sus dedos. Con cada impacto, miles de ellos, tejía historias, miles de ellas. Quería abrirse, desnudarse, y que todos degustasen el dulce horror de su creatividad. Primero repartió panfletos con historias cortas, por la cuidad en la que vivía. Regaló narraciones a familiares y a compañeros, haciendo que estos se maravillaran por la inmensidad de su imaginación. Hasta que claro, quiero publicarle, quiero tenerle en mi cuenta de escritores, quiero que forme parte de nuestro equipo.

En aquellos tiempos había gente que vivía de escribir, profesionales con sueldos. Ganaba grandes sumas de dinero, y se emborrachada, se perdía días y semanas. Sin saber como, casi sin ver lo que escribía, publicaba libros, daba a luz a valoradas criaturas. Con los años, fue dejando sus vicios, la mayoría de los que llegó a tener. Todos eran pasajeros, simples fragmentos de felicidad, para hacer la vida más amarillenta. Mucha tos y muchas alucinaciones hicieron que los dejara todos, menos al que le acompañó desde sus primeros pasos, el de las letras.

Borra, suma, narra, narra, sigue, sin pensar, desde el vientre, sin dar lugar a la razón. Alguna parte de su psique, algún rincón de su cerebro hace que todo lo que ve se transforme, metamorfosis, y se convierta en un bello insecto preparado para embellecer alguno de sus viajes. Es mágico, cuando sin pensar, crea preciosas escenas, cargadas de detalles, capaces de hacerle llorar, o gritar. Y siempre, después de la catarsis, se da las gracias, se felicita por saber tocar esa música tan perfecta que es la escritura.  

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