A dos de los ocho muchachos los tuve en la misma clase el curso pasado. Los dos llegaban juntos y se sentaban en puestos contiguos y, como una pareja de hermanos o de amantes o de amigos inseparables que eran, pasaban pegados su día en la facultad hasta que se marchaban, tierra abajo, a casa o a la locura de la ciudad, pues no había norte transitable más allá de la alambrada del patio de la Rivers.
Ninguno de los dos era brillante en clase. Daniel Godson era el más torpe de los dos pero era por él por quien yo sentía un cariño especial. A pesar de su bajo rendimiento era un alumno trabajador y constante. Es difícil que un profesor no tenga un alumno predilecto, y Daniel Godson era el mío el pasado curso académico.
Daniel llegaba a la clase, alto y delgado como es, con un pantalón de vestir y unos zapatos de piel mala imitando a plástico bueno y de largas puntas agudas en donde, forzosamente, los dedos le deberían quedar unos cuantos centímetros más atrás. Vestía también camisas de colores que él llamaba serios: grises, beiges, marrones, blancos sucios, y siempre la misma chaqueta recia pese al insoportable calor del trópico.
El querido Daniel olía mal. Su compañero inseparable, Amadike, todo lo contrario. Y después de almorzar era peor. A Daniel le gustaba venir a mi mesa para hacerme preguntas cuando los ponía a resolver ejercicios por parejas. Se me acercaba con dos o tres dudas, pero una de ellas era siempre retórica, una pregunta para la que él tenía ya la respuesta. Una artimaña que preparaba con Amadike para demostrarme que algo había aprendido, aunque con el tiempo yo llegase a darme cuenta de que todo esto lo hacía más por mí que por él. Que venía a reafirmarme que yo había sido capaz de hacerle comprender algo y que había sido un buen profesor. Daniel era una persona con vocación de agradar y agradecer de una manera casi indetectable; y no es solo este ejemplo que aquí expongo el que se dio, pues no sería éste suficiente para enaltecer a mi alumno en la forma en la que lo hago, sino que hubo muchos más actos por su parte que me llevaron a pensar de esta forma.
La pausa de comer llegaba a la religiosa hora del mediodía. Unos se quedaban en la clase tomando una manzana o no comiendo nada y otros salían a la calle para almorzar bajo el sol de los muchos puestos ambulantes, o bajo las chapas de latón de los mostradores de brutos ladrillos en los caminos de tierra de los alrededores de la facultad, de toda la ciudad o de todo el país. Los mismos caminos de todo el continente. Tierra y polvo siempre levantados como testigos de la presencia de seres vivos que van y que vuelven sin parar.
Volvía Daniel después de llenar su estómago con Jollof Rice, o con carne de cabra en salsa de tomate y pimiento y Garri, o con Ogbono.
—Sir.
Y yo tenía que hacer un esfuerzo para mantener la respiración e inhalar desde ángulos e inclinaciones ilógicos, escenificando la búsqueda de un papel o la de un bolígrafo en el interior de un cajón o a veces incluso por el suelo. Expresionismos de una huida. Era como si su boca estuviese conectada con una fosa de residuos. Como si su boca fuese la fosa. Pero era mucho mayor la alegría que me daba el verle venir a preguntarme que el mal rato a pasar por tener que sentir su aliento. Con él tenía que recurrir siempre a una explicación distinta a la que ya había dado en clase, tenía que vulgarizarla y ayudarme de ejemplos domésticos para que él no tuviese que entrar en esa extraña galaxia mental que es la abstracción.
—Imagínate que esto es A y esto es B— Así no le podía hablar.
Yo sabía cómo explicarle algunas cosas para que las comprendiera, pero mi método era limitado. No podía usarlo para todo lo que había que enseñar. El método tenía sus limitaciones, que no eran otras que las mías.
Recuerdo que Daniel —y no era el único, eran muchos de ellos— usaba la regla de tres para todo aquello que necesitaba calcular. La usaban como una fórmula mágica, como un automatismo conveniente. Seguramente un método heredado de las colonias, pero era algo que también tenía que ver con lo ancestral. Era una creencia, era una magia y era un remedio.
Los ojos de Daniel son negros casi por completo porque su esclerótica está tiznada como a carboncillo. Sus labios emiten a veces un chasquido que también he oído en otros labios gruesos. Los chasquea cuando se siente molesto o contento por algo, y cuando lo hace se encienden en él una pesadumbre o una alegría que se le asoman por los ojos. Ahí sé entonces que da por concluido su esfuerzo por comprender, al margen del resultado. Se yergue entonces —haciéndose mucho más grande a mi lado en la mesa— y me da las gracias; hojea por un segundo los papeles que tiene entre sus manos y regresa a su sitio haciendo volar, con los codos, los bajos de su chaqueta, terminando, así, un ritual.
Fue hace un año, al poco de enfermar y regresar a Madrid, que supe por mi colega de trabajo Paul que ocho alumnos de nuestra facultad habían desaparecido; raptados, según lo que se sospechó desde un principio y se vino a confirmar unos días más tarde. Me dijo en un email que echara una ojeada a internet a cualquiera de los periódicos de allá, así que lo hice. En el primero de todos en los que entré ya vi la noticia; los ocho muchachos, de entre 18 y 22 años, con sus nombres y apellidos: Daniel Godson, Amadike Goodluck y seis jóvenes más salieron al mediodía de la facultad para almorzar y no regresaron.
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