Hay un instante en que la vida pone a prueba a cualquier hombre, un momento que justifica todo lo que ha hecho y todas las decisiones que ha tomado, por muy insignificantes que pudieran parecer en su día. Son encrucijadas en las que uno siente que está haciendo lo que había venido a hacer a este mundo, como si el resto de las elecciones que lo habían guiado hasta entonces estuvieran meticulosamente encadenadas para dirigirlo a ese objetivo concreto. En definitiva, da igual cuál sea tu trabajo o a qué hayas querido consagrar tus esfuerzos, lo desencantado, aburrido o harto que estés de tus rutinas, porque hay un segundo en que todo encaja, y después ya puedes morirte tranquilo.

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Abul Khayr había llegado a París hacía quince años y desde hacía diez trabajaba en aquella boulangerie del número 32 del Boulevard Richard Lenoire. Por la tarde cuando salimos de la redacción, casi siempre nos acercamos por allí, nos pedimos una porción de tarta de zanahoria, un café con leche y comentamos lo humano y lo divino de la jornada laboral. Muchos días, sobre todo cuando no hay más clientes esperando ser atendidos, Abul termina acodándose junto a nuestra mesa y responde a nuestras preguntas. Así somos los periodistas, eso somos en realidad, unos chismosos patológicos y unos murmuradores. ¿Por qué huiste? ¿Cuánto duró la travesía? ¿Qué hiciste al llegar? Lo cierto es que la historia es dramática pero él siempre la cuenta con humor y omitiendo detalles desagradables que podrían herir la sensibilidad del occidental criado entre algodones. Cosas como que le estafaron todos sus ahorros para escapar por mar más allá de la frontera y el ahogo de la mayoría de los que le acompañaban en aquella patera, principalmente de mujeres y niños. En este punto la vista se le pierde en algún rincón de la habitación y suspira como si fuese a echarse a llorar en cualquier momento. Seguramente imagina el cadáver tumefacto de alguno de aquellos niños. Cosas como que lo dejaron meses bloqueado en un campo del que nadie en Europa quería saber nada, donde terminó haciéndose cargo de tres hermanos de diferentes edades comprendidas entre los tres y los nueve años que por diferentes motivos habían quedado huérfanos. Sin duda, dice, habrían muerto si no lo hubiera hecho. Cosas como el inhumano destino de que te metan en un autobús con la promesa de llevarte a Alemania y permanecer varado en ese transporte durante días. Ni te imaginas la sensación de acostarte horizontal en una colchoneta después de pasar tanto tiempo prácticamente inmovilizado en un asiento, dice. Cosas como despedirse de sus vecinos y amigos de viaje y tener que dar a los tres niños que cuidaba en adopción, que ensombrecen su cara como si constituyeran su mayor dolor. Tener que currar ilegalmente de mantero vendiendo falsificaciones de bolsos y gafas de marca, o delinquir a su pesar robando para no morir de hambre, son cosas que suele omitir avergonzado.

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Nos enseña fotografías de antes de que los echaran de su hogar, en las que aparece elegantemente vestido con un traje de chaqueta y corbata, el pelo engominado hacia atrás y la barba cuidadosamente afeitada. Luego, una que le sacaron en un campo de refugiados en Lesbos, en la que posa con el pelo sucio y despeinado, barba de varios días, ojeras moradas y un chándal sucio, casi como un indigente junto a otros tres desafortunados que lo abrazan. Porque eso sí, en la guerra o en cualquier sitio, uno siempre encuentra buenas personas a las que arrimarse y de las que hacerse amigo, y una situación tan dura estrecha lazos de un modo más fuerte del que cabe imaginar. No es lo mismo juntarse por necesidad que por capricho, dice. Su aspecto ahora no es el de las fotos de antes de que todo se fuera a la mierda, es como si tras el arduo peregrinaje la piel se le hubiera acartonado y oscurecido, como si el gesto le hubiera cambiado y el rostro se le hubiera nublado y cubierto de arrugas. La metamorfosis de la desgracia, lo llama él, aludiendo a esa clase de incidentes de la vida de los que uno nunca llega a recuperarse del todo. Y entonces siempre acaba hablándonos de Nathalie, la joven cooperante francesa de Montpellier que cayó un día por la pastelería, y se le llenan la boca, los ojos y el alma al explicarnos cómo se enamoraron y cómo terminaron compartiendo un humilde apartamento en el distrito trece junto al margen izquierdo del Sena.

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Es en ese instante del último día que pasamos por allí cuando un percance viene de golpe a convertir a un buen hombre en un héroe. Él siempre decía que le encantaba su trabajo de camarero en la pastelería porque se trataba de cuidar y hacer feliz a la gente. Eso es precisamente lo que hizo el pasado 13 de Noviembre. Cuando empezaron a escucharse las detonaciones y vimos a la gente corriendo calle abajo, nos quedamos petrificados y sólo él superó el terror para reunir rápidamente a la clientela y arrastrarnos escaleras abajo hacia el almacén. Luego echó el cierre pero al comprobar que aún quedaba gente fuera cobijada entre las mesas, volvió a abrirlo, las dejó entrar y se apostó en la puerta. Cuando el terrorista lo enfiló con el fusil, Abul Khayr se limitó a saludarlo con un “Salam Aleikum”, y eso lo libró del disparo en el último momento y nos salvó la vida a todos.

Un camarero con un sueldo irrisorio, que no nos debía ni un ápice de gratitud, y que nunca recibirá nada a cambio, decidió jugarse la vida por otras personas de diferente religión, cultura y nacionalidad. Nadie que no hubiera pasado por ese calvario en forma de éxodo injusto que siempre relata, habría sido capaz de reaccionar tan deprisa y con tanta lucidez. Nunca un camarero fue tan valiente ni se excedió tanto en sus funciones.

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