Desde la otra banda.

Desde la otra banda.

Yiyi Habib

11/05/2016

Eran las ocho menos cuarto. Tenía quince minutos para pasear a Isa e irme al bar a comerme una jugosa hamburguesa sin pagar un duro. Había decidido vestir unos pantalones delgados a pesar del calor de los días pasados, pues estaba cansada de tanto pantalón corto y del sudor contenido en la cama después de tantas horas de sueño. Me metí un bocado de queso y salchichón y salí a caminar tras el paso alegre de mi eterna compañera. Tras caminar sin prisas por la manzana de casa, esperar a que mi can oliera todas las esquinas, todos los culos de todos sus colegas, de que la saludaran todos los dueños de otros perros y de que se intentara comer restos de charcutería seca de esos que abundan en todas las calles de Barcelona, decidí dejarla en casa y salir a trabajar. Tuve que correr dos cuadras porque siempre se me hace tarde para llegar a cualquier sitio; a mis veintitantos he llegado a la conclusión de que la vida insistía en traerme 10 minutos antes al mundo y yo se los he ido cobrando con intereses. Caminé violentamente por la calle de los buhoneros, deteniendo la mirada por dos micro segundos en aquél puesto de camisetas estampadas que siempre me llamaba la atención, pero no por ello aminorando el paso. Esquivé a dos o tres madres filipinas, de esas que tienen un niño en cada mano y empujan con los pies el cochecito que lleva al último, y finalmente pude entrar al barrio del Raval para zigzaguear por sus callejuelas apestosas a meados y marihuana hasta llegar a mi trabajo. Justo al cruzar la calle, como siempre, volví la mirada a las motocicletas estacionadas para adivinar si Ella estaría currando hoy, para siempre encontrarme la grata sorpresa de que podría ir a pedirle un café luego de asegurarme de que no hubiese mucho trabajo en el bar y de que todas las mesas estuvieran atendidas. Al entrar conté automáticamente las mesas en orden decreciente y en voz alta en mi cabeza: “OCHO, SIETE, SEIS, CINCO, CUATRO (que está pegada a la TRES por un grupo de gilipollas que detesto que vengan a comer), DOS, UNO. “Hola B, ¿todo bien? ¿Falta algo?” Todo bien, faltaba entregar un par de mojitos a la mesa ocho y limpiar un poco la barra. Me dispuse a acelerar el trabajo para poder hurgar en mis bolsillos por un euro que no me sobraba, para comprar un café que no necesitaba, todo con tal de hablar con Ella antes de que su turno terminara en el bar de enfrente, el de los chicos diabólicamente atractivos que insistían en echarte en cara que fracasaste como espermatozoide y que nunca has aprendido a combinar bien la ropa. Toqué satisfecha la moneda en el bolsillo y me aseguré de que todas las mesas estuvieran atendidas, a sabiendas de que cuando me dispusiera a salir del local alguien se viraría con el vaso de mojito vacío a hacerme una señal que yo pasaría por alto con la menor de las vergüenzas. El proceso de salir por la puerta del bar e ir a hablar con Ella requería de horas de preparación mental, condensadas en los veinte segundos que tardaba en mirar a lo Clint Eastwood a ambos lados de la calle y decidir cruzar, atravesar las bicicletas aparcadas y subir la mirada para encontrarme con su sonrisa perfecta saludándome desde detrás de la barra. Ese era el momento clave, el momento preciso en el que sabía que algo en Ella tenía un extraño control sobre mí: el aire se ponía denso, mi respiración se aceleraba, medía con una velocidad vertiginosa la distancia entre los clientes congelados en la barra y mi cuerpo, reconocía por el rabillo del ojo a los consumidores habituales de la terraza y me aseguraba de que nadie reconociera la cara de imbécil que estaba poniendo justo antes de congelar mi expresión en un tétrico desdén de esos que simulan los cantantes de rock. Justo cuando mis manos se posaban en la barra ella se desplazaba elegantemente en dirección a mí para soltarme un beso emulado a la distancia y decirme sin rechistar: “¿Café?” Y sin esperar mi respuesta se disponía a preparar ese Americano con ínfulas de guayoyo(1) que sabe que tanto me gusta. Al darme la espalda siempre pregunta: “¿Qué tal todo?” Y yo, con las palabras atragantadas, un temblor en las manos incontrolable y la total convicción de que parecía lo más desinteresada del mundo, siempre respondía “Bien, normal, muy cansada, ya sabes”. Automáticamente empezaba siempre un intercambio de recuentos sobre eventos recientes que nunca llegué a controlar, Ella me sedaba de tal manera que nunca pude dar con alguna historia interesante que resaltara lo inofensiva que yo podía llegar a ser, en un desesperado intento de parecerle atractiva por alguna razón, a sabiendas de que jamás, en el breve tiempo que estaría en Barcelona, algo podría pasar entre las dos. Una vez teniendo el humeante café entre mis manos, servido en un vaso de cartón (aún cuando ella siempre insistía en que me llevara una de sus delicadas tazas y que se la devolviera más tarde) optaba por decirle que bueno, que mejor me retiraba, porque debía trabajar; le deseaba una buena jornada y me iba con el corazón en la garganta caminando sobre mis pasos con un ardor en los hombros ilusorio, pues creía que Ella me seguía con la mirada, aún cuando mi raciocinio daba por sentado que sencillamente lavaba algún vaso pensando en el irlandés de la calle de arriba. Una vez de vuelta en mi acera, entraba a dejar enfriar un poco aquel café que ya no tenía ganas de beber, mientras recogía cestas y platos acabados con la tristeza desbordante del amante no correspondido, soltando sonrisas vacías a los clientes habituales que te saludan con el brillo en los ojos de sentirse incomprensiblemente reconocidos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus