Durante mi juventud, trabajé en la oficina de unos almacenes de venta de aceites para el consumo humano, al por mayor.
Esta nave, ocupaba la planta baja del inmueble contiguo a la vivienda que habitaba con mi familia; así que me resultaba muy cómodo el trabajo.
En cuanto terminé mis estudios de bachillerato, compaginaba mi ocupación en la factoría con los estudios de secretariado en la academia «PEÑA» de mi localidad. Por las mañanas me ocupaba en esta oficina y por las tardes seguía mis estudios en la escuela.
Mi despacho no era en absoluto elegante ni moderno, disponía de un escritorio más bien grande, muy antiguo y viejo y una mesa de tamaño mediano, donde estaba apoyada una máquina de escribir tan antigua como todo su mobiliario. Esta máquina marca «UNDERWOOD», creo que era de metal y tan pesada que era imposible moverla de un lugar a otro. Ahora, recordándolo, me parece mentira lo que aporreé su teclado duro con aquellos mis dedos juveniles y la cantidad de cartas a proveedores y clientes, así como infinidad de facturas y letras de cambio que pasaron por su gigantesco carro.
Más tarde, después de muchas idas y venidas, un representante de la casa HISPANO OLIVETTI, consiguió vender a mi jefe una máquina de escribir más moderna y ligera, pero recuerdo que yo, por costumbre, seguía dándole con fuerza al teclado y todavía hoy con mi ordenador portátil lo sigo haciendo.
Junto al escritorio, había un gran ventanal, pero era bastante opaco, daba a la calle Laskorain. Los días en que el trabajo me lo permitía, me gustaba mirar a través de los huequecitos y veía desde allí el paso de la gente con sus zapatos repiqueteando el asfalto de las aceras. Algunos días, tenues rayos de sol se filtraban y se posaban sobre la vieja madera de mi mesa de trabajo, formando figuras arquitectónicas. Sin embargo, lo que más anhelaba en aquellos momentos era la libertad, me hubiera gustado por arte de magia traspasar aquel ventanal y plantarme con mis pies juveniles en la calle.
Mi jefe, era de complexión fuerte, lo que más puedo reseñar de su fisonomía era el color de su rostro extremadamente rojizo, su cara era como un tomate colorado con ojos más bien negros y saltones. Su cuero cabelludo era escaso, seguramente por la tensión acumulada, que le proporcionaba su negocio. Su carácter era bipolar, a veces, encantador, hasta se permitía contar algún chiste, pero otras, cuando las ventas habían bajado se le ponía un humor insoportable.
En mi gabinete, llegaban los estrepitosos ruidos de los bidones de aceite al ser descargados del camión. Una vez bajados eran rodados por los empleados e introducidos en unos depósitos muy grandes que se encontraban al fondo del almacén. Eran mozos con mucha fuerza y destreza para hacer rodar a estos bidones tan grandes y con tanto aceite.
Lo que ahora me pregunto es cómo los vecinos que vivían en los pisos superiores del inmueble, permitían tener este negocio en una calle principal, pues cuando descargaban, además del ruido manchaban el asfalto con aceite. Pero se ve que en aquella época muchas cosas eran permitidas, seguro que hoy le hubieran obligado trasladar el negocio a las afueras del pueblo.
Con frecuencia y por exigencias del trabajo tenía que coger el tren para dirigirme a la capital (San Sebastián), al organismo de La Comisaría de Abastecimientos. Para estas ocasiones procuraba ponerme mi mejor ropa y calzarme mis zapatos de tacón de aguja. ¿Cómo podría dar un paso con aquellos tacones?- Tenía 19 años y seguramente mi juventud junto con la ilusión de lucir unas bonitas piernas hacían ese milagro.
ESTACIÓN DE SAN SEBASTIÁN EN EL AÑO 1960
En el tren siempre te encontrabas con chicos del pueblo que hacían el mismo trayecto para trasladarse a sus respectivos trabajos, ya que en aquella época casi nadie disponía de un coche. A lo sumo, una VESPA, aquellas motos que se empezaron a ver en la película «VACACIONES EN ROMA», y se paseaban por esta bella ciudad, lo que provocaba la envidia de todos los espectadores.
Mientras ibas charlando en el departamento del tren, a través de los cristales de las ventanillas, contemplabas los pueblos por los que ibas pasando. Anoeta, Villabona, Andoain, hasta llegar a San Sebastián. Generalmente y debido a la climatología de nuestra tierra, los cristales casi siempre iban salpicados con goterones de lluvia, más cuando el cielo cambiaba su color gris por el azul pálido y el sol nos ofrecía sus caricias, inundando los maizales y las huertas verdes que cruzábamos, era para nosotros lo más hermoso del mundo.
Nada más llegar a la estación de Atocha pasando el puente de Gros, te daba la bienvenida el bravo mar, los pulmones se te ensanchaban y el salitre del agua se te filtraba hasta el cerebro. Todavía recuerdo esta sensación de plenitud que llenaba mi ser.
En uno de estos viajes conocí a Pedro, primero fue mi amigo, novio y después de dos años mi marido.
En aquella época trabajaba de periodista en el periódico «UNIDAD», hoy creo que no existe. Tenía que ir con mucha frecuencia a la redacción para entregar sus crónicas. Además de la crónica local, escribía las deportivas. Era súper agradable aquellos encuentros en el tren. Merecía la pena, el cuidado de tu pelo, el elegante ropaje y aquellos tacones de aguja que te hacían lucir tus bonitas piernas.
F I N
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