La circulación a vuelta de rueda por la vialidad más rápida de la ciudad nos tenía a todos exasperados. Mientras algunos hacían maniobras asombrosas para ganar espacio en la interminable fila de carros, el mío se calentaba y amenazaba con dejarme tirada en cualquier momento. En el noticiero se reportaba el caos que ocasionaba una nueva manifestación de maestros y luego se pasaba la voz al secretario de educación, que exaltaba la excelencia de los profesores finlandeses y acusaba a los de aquí de no querer ser como aquellos.
Rosario se encontraba en la manifestación, con toda su valentía y toda su congruencia. Yo debía estar ahí también, con mis compañeros, en pie de lucha, pero no me atrevía; mi esposo no tenía trabajo y ya hacíamos milagros con mis diez horas semanales como profesora de Español en secundaria. No podía darme el lujo de que me descontaran ni una hora de mi sueldo. Continué mi camino con paciencia y con un nudo en la garganta.
Cuando llegué a la escuela, al abrir el portón me encontré con unos alumnos de tercer grado pateando un sándwich. Otro alumno de primero, Pedro, intentaba rescatarlo del suelo, pero no lo lograba. La maestra Pili, de Historia, que estaba cerca, alcanzó a detenerlos con un “¡Qué está pasando ahí!”. Pedro recogió el sándwich, pero la maestra le dijo que lo tirara a la basura y lo llevó a la cafetería a comprarle otro. Les pedí que se apresuraran porque Pedro tenía clase conmigo.
Los otros alumnos se quedaron en el patio, en su tercera hora libre del día. A su grupo le faltaban el profesor de Química y el de Matemáticas. La Secretaría de Educación no mandó maestros para cubrir esas plazas. Por su parte, el maestro Francisco, de Biología, acababa de ser despedido por oponerse a realizar el examen de la discordia, un nuevo examen que en apariencia pretendía evaluar la capacidad de los maestros para realizar su trabajo, pero en cuyas intenciones más profundas se encontraba el propósito de modificar algunos derechos laborales. Al firmar la aceptación de las condiciones del examen, se firmaba también la renuncia a esos derechos y él no aceptó perderlos. Entonces perdió su empleo. Precisamente ese era el tema de las manifestaciones. Así pues, tres horas sin maestro convertía en una jungla un salón de clases de cuarenta y cinco adolescentes desbordados. Y esto se replicaba en otros dos grupos. Así la escuela se parecía aún menos a las de Finlandia.
Pedro llegó casi atrás de mí a la clase, que pasó sin contratiempos. Era la continuación de un proyecto de poesía vanguardista y este era el día de la creación. Empezamos en grupo con un cadáver exquisito que los hizo reír y terminamos con caligramas, una gran mayoría en forma de lágrima y de lluvia, de corazones y de claves de sol; pero encontré también figuras de armas y de hojas de mariguana. “¡Puro barrio!”, decía uno. Luego el de Luis, un niño bajito y delgado, que nunca hablaba ni se movía de su asiento, llamó mi atención porque formó con palabras llenas de insomnio una cama que me causó inquietud.
Cuando me acerqué a Pedro, escribía su caligrama en un nuevo cuaderno que ya se veía desmadejado. Le llamé la atención y se disculpó con una sonrisa y una luz de promesa en sus ojos redondos y negros. Le pregunté por qué no había asistido a clase el día anterior y me dijo que no había podido porque había ido a Guadalajara con su mamá. La explicación me pareció graciosa porque parecía que hablaba de un lugar lejano y sin embargo era el lugar desde donde yo me desplazaba cada día.
-Está bien, Pedro. Entiendo. Ponte al corriente y échale ganas a tu caligrama, ¿sale?
Pedro continuó su tarea con mucho brío. Parecía otra lágrima, pero me dijo que era una gota de sangre y me pidió que no lo revisara hasta que estuviera terminado.
Al finalizar la clase, me pasé al otro grupo, en el que tampoco ocurrieron cosas relevantes, pero cuando salí noté que Pedro estaba en la oficina de prefectura, acompañado de un joven unos diez años mayor que él. Supuse que se había metido en problemas. No era la primera vez.
De vuelta a mi casa el carro no soportó más el sobrecalentamiento. Regresé en grúa y con un diagnóstico desalentador para mi bolsillo.
A la mañana siguiente hice casi tres horas de camino, en una línea de tren y dos autobuses. Luego tuve que andar veinte minutos bajo un sol rabioso. Afortunadamente había tomado mi tiempo, pero entendí a Pedro. En el trayecto escuché en la radio al secretario de educación, asegurando que a los manifestantes se les descontaría el día y que actuarían con firmeza contra los maestros que no cumplieran con sus horarios de trabajo. Abracé mi bolsa y caminé más rápido.
Cuando llegué, Pedro corrió hacia el portón y me ayudó con mis cosas.
-¿Qué hiciste, Pedro, que tuvo que venir ayer tu hermano a prefectura?
-No es mi hermano, maestra. Es mi padrastro. Mejor no le cuento qué pasó, discúlpeme –y agachó su cabeza, entre avergonzado y triste.
Le di una palmada en la espalda y cuando se fue, la prefecta se encargó de informarme. Lo habían encontrado en el baño, cortándose la piel de los antebrazos con una navaja. Habían llamado a sus papás, pero su papá estaba en la cárcel y su mamá trabajaba todo el día en una fábrica, así que acudió “el padrastro”, un mocoso apenas mayor que Pedro, a ver qué pasaba.
¿Qué pasaba? Lo que pasa con tantos chicos de mi escuela que no comen, que se drogan, que tienen a sus papás ausentes, que viven la pobreza y la violencia de las calles y sus casas. Sentí rabia. Por Pedro, por mí y por mis compañeros manifestantes. Todos luchamos por sobrevivir. Me pregunto cómo será en Finlandia.
FIN
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