Emprendíamos la marcha al despuntar el día y como mi padre no tenía coche para llegar a Elorrio esperábamos a nuestro compañero: un gitano, de pose flamenca, breves frases vestidas de orgullo que elevaba su barbilla al hablar. Tanto en la ida como en la vuelta el sol parecía ocultarse y puedo prometeros que los días se hacían eternos y las noches un suspiro.
Pocas veces mis padres han estado de acuerdo en algo. El anuncio de abandonar los estudios provocó su conspiración que no encontró ninguna traba en mi candor. Ingenuo y convencido, caí en la trampa y aceché la primera miga que colocaron en mi camino: ganar dinero para salir con mis amigos. Acepté el reto convencido de mis posibilidades: derribar un banco, pero no de los de sentarse, sino una sucursal bancaria. ¡Ay! Pocas veces un aprendizaje selló una impronta tan profunda.
Cuando entramos en la sucursal no podía imaginar por donde había que empezar y me dejé guiar. Los desastres pronto me persiguieron: recuerdo a mi padre explicándome que “abriera el paquete de tabaco al revés” para no manchar los filtros, yo no lo hice, o como ese mismo paquete, que “debería haber guardado bien”, acabo bajo un montón de tablas y escombros: aquel primer día no fumé más y yo sin dinero. Me dolió más que todos los cascotes y escombros que aterrizaron en mis extremidades.
En el hamaiketako1, recuperábamos fuerzas, me desperezaba y me sentía como Atlas al otear el resto del día. Más tarde disfrutaba del bocadillo, que mi abuela había preparado con gran devoción, y de las historias que me contaba el gitano, siempre rodeando su orgullo: escudo y esencia de vida. Malvivía transitando esta enseñanza y huía de mi padre culpabilizándolo de mi sufrimiento.
Fue una pesadilla derribar el “bunker”, donde la sucursal se separaba en dos zonas: el patio y la caja. El suelo y alzado tenía gomaespuma mezclada con el encofrado, no se podía utilizar la taladradora, que se encajaba, hundiéndose y perdiendo fuerza, tuvimos que picar a golpe de brazo y levantar la gomaespuma a mano: un sudoroso purgatorio.
Cuando llegábamos a casa, amodorrado durante el trayecto, el agotamiento me impedía cenar, caía en la cama vencido y sintiendo en mi cuerpo el peso de mi decisión. Notaba el destino contemplándome como el cuervo de Poe. Me hundía en la cama y al instante volvía a la furgoneta camino a Elorrio, al hamaiketako desesperante, el bocadillo de mi abuela y las conversaciones con el gitano.
Pasadas dos semanas, el último día de trabajo, mi padre y yo nos perdimos a explorar el pueblo y llegamos a una campa en la que nos tiramos para hablar, descansar y cambiar el mundo. Le pedí perdón por mi distancia, anticipamos mi futuro en la universidad y pasamos juntos un pequeño momento de nuestras vidas: una experiencia que ya nunca más se repetiría.
1: En el País Vasco significa literalmente ‘la de las once’ (hamaika, ‘once’) —, un almuerzo que se sirve a media mañana y que constituye la segunda de las cinco comidas que se han de tomar cada día.
FIN
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