Antonio Montero era el Jefe del Departamento de Valores. Su vida transcurría entre papeles de diminutas letras, principalmente dos: el Boletín Oficial del Estado y los cupones de los valores depositados en la Entidad, que recortaba con una guillotina cada tres meses para recobrar los intereses de las empresas emisoras de los títulos. 

El Sr. Montero, que así le llamábamos todos, vivía cada día con una lupa en la mano y con una esponjilla naranja apelmazada que cada mañana mojaba en el baño al empezar su jornada, y que le ayudaba a humedecer los dedos para pasar los innumerables papeles que le rodeaban; columnas que se agolpaban en su mesa sin ningún orden ni concierto, salvo el suyo, porque era capaz de rescatar cualquier papel extraviado de aquellos cientos de legajos como un mago saca la carta elegida con los ojos cerrados ante el asombro del público. La lupa era para el BOE, por sus casi sesenta años, y supongo que también por una enfermedad degenerativa que le acompañaba y que se llamaba “espondilitis anquilopoyética” y que observando su aspecto uno no dudaba que le hubiera alcanzado también a la vista. Para compensar esa carencia, el oído lo tenía hiperdesarrollado, o como él siempre decía «de tísico”. Quizás porque la memoria es caprichosa, o porque el Sr. Montero estaba anquilosado, siempre fui capaz de recordar ese nombre con la facilidad de un médico especialista. Llevaba el pelo con un ligero tupé, peinado hacia atrás, destacando conscientemente sus entradas, y paseaba unos zapatos puntiagudos de los años cincuenta que sobresalían especialmente en sus pantalones de camal estrecho. La enfermedad le provocaba rigidez en la espalda, el cuello, y las rodillas, lo que unido a sus zapatos le daba aspecto de un viejo rockero Franquestein. Solía reírse y hablar solo.

El Sr. Montero era un hombre de teorías y de desbarros. En ocasiones mezclaba las dos, dándole un sabor muy personal al combinado de sus pasiones:

– Si un tío no se ha casado con 40 años es maricón, no le des vueltas.

La mano derecha del Sr. Montero, Jaime Torres, y un ex auditor interno de la empresa, completaban la parte humana del departamento. El auditor había sustituido a un ex Director caído en desgracia, y el desfile de viejas glorias había provocado que el departamento tuviera el sobrenombre de “el cementerio de los elefantes”. 

A la entrada del Departamento se encontraba Enrique Vitoria, el guarda jurado. Enrique era de los que van en camisa remangada todo el año, abiertos los tres primeros botones, y con una talla menos de lo que le correspondería. 

A veces, en mitad de una conversación cualquiera, el ex-auditor se acercaba a un teléfono, lo levantaba y decía “hijoputaelquemeoiga”. Si lo hubiera hecho cualquier otra persona nos habríamos reído sin más, pero como él conocía bien las cloacas de nuestra Entidad nos dejaba con sensación de que nos espiaban. Y esa era una de las cosas que más le gustaba: dejar el aire cargado de dudas. La otra era hablar dejando pistas, de manera ambigüa, como dando a su interlocutor unos conocimientos o inteligencia que no necesariamente tenía, pero nadie le preguntaba, por no parecer idiota o desinformado, y él disfrutaba mucho con aquello:

– El pájaro negro atacará pronto y caerá la incombustible…

El Sr. Blanco estaba loco, pero era un loco listo, y además era un cabrón. Podría suavizar mi lenguaje, pero es la palabra que lo define exactamente. Un día no llegó a trabajar y nos preocupamos. A mitad mañana vino la policía. Nos interrogó a todos. Había desparecido, su mujer había puesto la denuncia. El Sr. Montero, cuando se fue la policía nos dijo, mirando fijamente a Enrique:

– Odio tener el oído tan fino. La suerte que tienen algunos es que la espondilitis no me deja tener la lengua suelta. 

Según nos contaron más tarde, al día siguiente lo encontró un agricultor atado a un naranjo a unos veinte kilómetros de su casa. Según decían los compañeros, por ser tan cabrón como auditor interno (una especie de “asuntos internos” en la policía) lo esperaron unos encapuchados en el parking de un centro comercial y lo metieron en el maletero de su propio coche. Cuando lo sacaron en una zona de naranjos le dieron una paliza, le quitaron el dinero y lo ataron a un naranjo. Pasó más de doce horas atado. Siempre se rumoreó que habían sido unos compañeros del Banco, en venganza por sus abusos al hacer las auditorías. 

Meses más tarde, cuando venía a la Central a visitar al médico, llevaba los brazos semi extendidos con los dedos estirados y la columna inclinada, y parecía mimetizado con la forma de un naranjo. Dejó de usar tinte y se blanqueó todo el pelo. Yo lo observaba con lástima, pero Enrique, el de Seguridad, decía que todo eso era para dar pena y aguantar de baja, y que seguiría tan cabrón como siempre. «Ahora es un lobo con piel de cordero, cuidado», me decía. 

Y de fondo se oía al Sr. Montero decir:

– Al menos ese cordero es ahora blanco, hay otros por ahí que ya serán para siempre negros, como los ayudantes de los cazadores de elefantes.

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