—Mijito, hay que arreglar el horno para el pan—, dice don Adán a su hijo cuando recibe un café y dos panes de bolsa, insípidos.
Don Adán enviudó cuando empezó a perder la memoria. Preguntaba por su esposa casi a diario a la hora de ir a la cama.
—¿Pa’ dónde se fue Julita?
—Está haciendo una diligencia en la capital—, le respondía el hijo para no amargarlo, no estrellara los platos contra el piso ni gimiera hasta que se le olvidara.
El horno de ladrillo y barro se ha usado por generaciones para hacer lechona y hornear el pan. A sus nietos les pareció más fácil comprar el pan de bolsa al camión que pasa todos los miércoles, lo compran para la semana. Don Adán lo mastica molesto y lo traga muy despacio. Echa de menos el pan de triga con aroma a leña, el pandeyuca, el pan de maíz y las almojábanas que hacía doña Julita.
La rutina diaria de don Adán es simple. Se levanta todos los días a las siete. Va a la cocina y espera que salga la primera olleta con café. Hace tronar sus dedos flacuchos y envejecidos, mientras. Se toma el café y dos panes, pregunta por el horno con una mueca de queja y se va al patio a tomar el sol envuelto en una ruana vieja. Es el frío de los viejos, dicen en la vereda. Parece que la muerte les diera abrazos para encariñarlos.
El horno nunca será reparado. Su hijo vive todo el día de afán, tala madera. Su nuera se va a las casas de los ricos a trabajar en el servicio doméstico. Sus nietos van a la escuela. Nadie tiene tiempo, pero todos los días le responden a don Adán que al día siguiente estará listo.
Atrás quedaron esos días felices donde toda la familia, tíos, hermanos, primos y algunos conocidos de toda la vida se reunía ceremoniosamente los viernes para ver salir las primeras bandejas de pan. Era una fiesta. El olor a pan alegraba los corazones en medio de tanta precariedad. El verdadero estropicio no era el del horno, era que ya no había motivo para celebrar con música a todo volumen y pólvora. Lo que alguna vez fue motivo de unión y celebración ahora es ruindad y olvido.
Un viernes don Adán despierta y va a la cocina por el café. Ve salir humo del horno y alrededor a muchos comensales. Los latidos del corazón estremece su cuerpo enjuto y siente que el pecho le quiere estallar. —Lo arreglaron, lo arreglaron—, piensa mientras levanta las manos y trata en vano de aplaudir. Recibe una gran taza de café y dos panes de yuca recién horneados. Un bocado de pan, un sorbo de café, la felicidad.
En otro espacio de la casa está su hijo acongojado con la motosierra en mano.
—Mija—, le dice a su esposa. —Ahora, ¿De dónde sacamos dinero para enterrar al viejo?
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