Cada sábado le tocaba a una familia del pueblo el encendido inicial del horno. Como cada vez quedaban menos familias en el pueblo, a la mía le tocaba con más regularidad de lo que la cantidad de leña que teníamos en casa para pasar el invierno nos permitía. Para mí entrar en el horno y pasarme allí dos o tres horas en dichosa soledad, o en casi soledad porque Gloria siempre entraba a sobarme las ganas y el pan, valían el derroche. La familia encargada de encender el horno era la que más leña gastaba, había que usar leños de diferentes tamaños, piñas, ramas, pajas, muchas cerillas, airear y atizar hasta que el horno estuviera en la temperatura adecuada para hornear el pan. Una vez encendido el fuego y que los primeros panes estuvieran cocidos, las demás familias se acercaban por turnos a preparar el suyo y solo tenían que incorporar la leña necesaria para cocer su pan. Yo odiaba ser de los últimos en la lista de horneada y ver como Gloria entraba y salía del horno sobando otras ganas y otro pan. Papá la llamaba la melosa Gloria.
En casa y en todas las demás casas del pueblo el pan era el homicida más buscado, él solo mataba el hambre, todos los demás platos del menú eran incapaces, por lo escasos. Mi madre lo sabía y siempre preparaba los mejores panes del pueblo: pan blanco de uvas y nueces o de higos y almendras, pan de centeno con ajo y orégano o con olivas y tomate, pan de maíz, panecillos con semillas, pan con miel, roscones o lo que su imaginación le dictara con lo que conseguía en nuestra huerta, porque en la alacena siempre había poco. Amasaba siguiendo un ritual como si con cada pliegue que le hacía a la masa, con cada estiramiento, con cada vuelta y con cada golpe un conjuro saciara su hambre y también la nuestra. Luego trazaba en cada pieza una cruz, incluía una con algo parecido a una G, y las dejaba fermentando toda la noche en el rincón más caliente de la casa. A partir de ahí era mi turno de gobernar el pan. Adoraba el olor a pan recién horneado porque me daba la seguridad que el frío invierno y la tierra inerte me quitaban. Pero lo que más disfrutaba era ver a mi madre romper cada hogaza con sus propias manos y si alguno de nosotros recibía un trozo más grande que el de los demás, este lo volvía a romper para compartirlo nuevamente. No había tú pan ni mi pan sino nuestro pan. Era por lo único que no peleábamos en casa. Papá solía decir que el pan de mamá era un pan milagroso.
La única familia que no participaba en el encendido del horno ni en las horneadas era la familia del escritor. Vivían frente al horno, la puerta de su casa y la puerta del horno estaban enfrentadas y tan cerca la una de la otra que parecía que alguna vez el horno hubiera sido una habitación más de la casa. Sin embargo, ni lo usaban ni les interesaba, salvo por Gloria, que cada sábado cruzaba de una puerta a la otra como una oblea voladora. Una familia con posibles. No necesitaban hornear. Traían su pan directamente de la tahona, según se le oía decir a la mujer del escritor. Yo nunca vi pan en su mesa, la verdad es que nunca vi mucho de nada. Tampoco sé por qué lo llamaban “el escritor”. Lo recuerdo sentado en su escritorio zurrándole a una máquina de escribir que de tanto golpe renqueaba del lado derecho, un cenicero lleno de colillas a medio apagar, los ojos muy abiertos como buscando dentro de la hoja las palabras que debía escribir, los labios blancos como los de un desmayado, un pantalón gris desgastado en los muslos y amarrado con una correa que casi le daba dos vueltas a la cintura y la camisa amarillenta dos tallas más grande. Si aquello se podía considerar una prueba de su profesión, entonces sí, era un escritor. Una buena horneada lo hubiera ayudado a encontrar lo que tanto buscaba en la hoja. Mi padre lo llamaba según le parecía, el triste escritor y otras veces el escritor triste.
El literato tenía dos hijas en edad casadera, muy altas e infinitamente más delgadas, que solo compartían con el resto del pueblo la misa del domingo y la de algunas fiestas de guardar. Gloria un par de años mayor que yo, era mi gloria. Siempre aparecía cuando el pan estaba a punto de entrar en el horno y se quedaba conmigo hasta que salía el último y antes de que llegara la siguiente familia. Yo le daba pan y ella se aplicaba con mis ganas. Yo tenía mucha suerte de ser el que manejaba el pan de nuestra familia, así podía ofrecerle el pan de mamá, parte del mío y a veces algo más. Mi padre cada sábado me repetía lo mismo, que yo era muy buen administrador.
Dependiendo del tipo de pan que me tocara hornear, parte del cual Gloria por supuesto se sentía merecedora, el premio que me era concedido variaba. Cuando horneaba pan blanco, me acariciaba los brazos con la punta de sus dedos y me abrazaba por detrás sobando mis muslos mientras yo introducía el pan en el horno. Si además horneaba pan blanco con nueces y uvas entonces me lengüeteaba la oreja. Si horneaba panecillos con semillas bailaba a mi alrededor mostrando mucho más de lo que debería. Lo que más amasábamos en casa era el pan de centeno y aunque era el que a ella menos le gustaba, si este venía aliñado con olivas y tomates entonces me dejaba manosear donde se me antojase, siempre y cuando en lugar de un pan le diese dos. Nuestro preferido era el pan de maíz, nos enzarzábamos en largos besos que no acababan hasta que el pan se me chamuscaba. Lo mejor de Gloria venía cuando, además del pan, también horneaba algún roscón, ahí ella me dejaba hacer, aunque no todo lo que yo quería. Padre me llamaba el rey del roscón.
Hace años que el triste y su familia se fueron del pueblo. El horno está en desuso y ahora yo, el rey del roscón, gobierno y administro mi propia panadería. Ya no usamos leña sino hornos industriales. Hoy, cuando preparo mi roscón especial de chocolate me pregunto qué premio me hubiera regalado la melosa Gloria y qué hubiera dicho papá.
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