Mi desbordada curiosidad por saberlo tan cercano agitaba mis pensamientos, hasta el momento solo había logrado verlo a lo lejos, pues el gentío que lo seguía era impenetrable, estaba dejándome llevar por mi esperanza y tal vez ni siquiera me permitirían acercármele.
Al verlo llegar sentí el impulso de abalanzarme hacia él, pero guardé la compostura, mantuve la mirada abajo mientras que uno a uno pasaban hacia el piso superior donde estaba todo dispuesto para la celebración, entrado el último les seguí, aguardé sentado en las escaleras que llevaban al salón, pues no era un invitado, mi presencia allí obedecía únicamente a servir en lo que fuese necesario.
Trate de mantenerme despejado, pero la espera y el tedio terminaron abatiéndome. No fui consiente de cuanto estuve dormido, pero recuerdo haber despertado en un apacible silencio que se entrecortaba con su voz, a rastras logré asomarme y ver con mi ojo izquierdo como partía el pan y lo repartía entre los doce, escuché cuando dijo “Tomad y comed, este es mi cuerpo …”, después todos bebieron de la misma copa, escucharlo me reconfortó, más no entendí el significado de sus palabras; con sumo cuidado bajé antes de que pudieran notar mi presencia. Pensé que habían terminado cuando uno de ellos salió con afán, sin embargo los otros no le seguían, así que algo impaciente esperé a que decidieran retirase, era mi oportunidad para hablarle del mal que me aquejaba.
Terminada la celebración uno a uno salieron del salón, Él venía al último, sabía exactamente lo que quería decirle, pero tal vez por la inmadurez propia de mi edad no logré pronunciar palabra alguna, temeroso mis rodillas se doblaron y resignado lo vi pasar frente a mí, grande fue mi asombro cuando dio la vuelta ofreciéndome sus manos para levantarme, luego puso sus dedos pulgares sobre mis ojos y me dijo: “Todos están invitados a la cena”, poder ver su rostro con mis dos ojos fue el mayor de los presentes, besé sus manos y Él acarició mi cabeza.
Por mucho tiempo deseé que mi ojo derecho sanara, hubiese sido mejor perder los dos para no verle azotado por el mismo centurión que un día me cegó, la sangre ocultaba el gentil rostro que conocí la noche anterior e impotente vi su tormento, devastado le seguí hasta su último aliento, más la noticia de su resurrección me fortaleció. Aún le puedo sentir, Él está presente cuando comparto el pan con propios o extranjeros, seguiré aguardando con alegría el día en que nuevamente sus manos se extiendan hacia mí y pueda probar el pan de vida que gustosamente me ofreció.
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