Todos los días me despierto temprano, cuando todavía es de noche y los vecinos duermen. Lo hago por mí misma, sin necesidad de un reloj ni de un gallo que cante antes del amanecer. Suelo quedarme tumbada en la cama durante un tiempo, mirando el techo de mi pequeña habitación, situada en la parte de atrás de esta tahona; el mundo está como congelado durante esos primeros momentos del día en los que me dedico a pensar en mi vida, en mi trabajo en esta panadería. Se trata de una ocupación bonita que muchas personas verían con agrado. Sin embargo, para mí es una maldición.
Me levanto de la cama y me dirijo al obrador donde amontono la leña y prendo el fuego del horno; comienzo a preparar la masa que dejaré en reposo tras mezclarla con harina, agua, levadura y sal. Lo hago de forma mecánica, sin pensar realmente en las proporciones ni en el proceso. Llevo tanto tiempo dedicándome a esto que he llegado a olvidar mi vida anterior, si es que alguna vez la he tenido. De lo único de lo que estoy segura es de ti. Apareces como una constante, un agarradero a la realidad que me recuerda por qué sigo adelante. Sonrío mientras doy forma a la masa y la corto en pequeñas porciones que luego introduzco en el horno. Pronto llegarán los primeros compradores.
Abro la puerta y la tenue luz de la primera hora de la mañana ilumina los estantes donde comienzo a colocar las barras y las hogazas de pan recién horneadas. El olor del pan recién hecho ocupa cada rincón de mi pequeña tahona, mientras entran los primeros vecinos y comienza el ajetreo de cada día. No solo se trata de vender pan; también hay que preguntar por la familia, qué tal va el negocio, ¿se encuentra bien su madre, siempre tan delicada de salud…? Siempre se repiten las mismas conversaciones.
Entonces te veo aparecer por la calle, corriendo como un niño, y sonrío. Es como si le dieses color a todo lo que te rodea haciéndolo más bonito. Atraviesas la puerta y te diriges con mirada anhelante al mostrador, pero como siempre ocurre durante estas horas tan ajetreadas de la mañana no soy yo quien te atiende, sino mi hija.
– “Buenos días”, dices mientras me guiñas un ojo. Haces que la cara de mi hija se ilumine y te dedique la mejor de sus sonrisas. “Quisiera una hogaza de pan, la más grande y crujiente que tengas.”
Te la entrego y tras sonreír una vez más, te marchas; y como me ocurre siempre, día tras día cuando te veo caminar hacia tu casa, me invade una tristeza que apenas logro disimular ante los numerosos vecinos que abarrotan mi pequeña tienda.
El día transcurre como siempre; lentamente se van vaciando los estantes y el número de compradores disminuye. Por fin llega la tarde y apareces de nuevo. A estas horas no hay nadie y puedo dedicarte toda mi atención, fijarme en cuánto has cambiado con respecto a esta mañana. Al igual que tú, yo también he cambiado, no soy la joven que atendía a los compradores hace unas horas, ahora soy una mujer en toda su plenitud, una mujer a la que miras fijamente. Esta tarde tienes más aplomo y tus ojos encendidos me lo dicen todo.
– “Buenas tardes”, me dices sonriendo.
Por toda respuesta yo salgo de mi mostrador y sujetándote la cara con ambas manos te doy un largo beso, mientras me abrazas con fuerza y caminamos dando tumbos hacia la parte de atrás, quitándonos la ropa el uno al otro, arrancándola, como un pequeño tornado que lo arrasa todo a su paso. Las bandejas llenas de hogazas y panecillos caen encima de nuestros cuerpos desnudos en el suelo, manchados de harina y sal. Tras terminar, nuestra respiración se va volviendo más lenta y escucho tus sollozos.
– “Ya no puedo más”, me dices, y sólo puedo abrazarte con más fuerza. “¿Cuánto tiempo llevamos así…? Esto no tiene ningún sentido.”, continúas. “Marchémonos de este pueblo, ahora mismo, los dos.”
Te dejo hablar, como hago siempre, mientras tus lágrimas mojan mi piel bañada en harina, formando una masa de desesperación y tristeza.
– “Sabes que no es posible, cariño”, te respondo cuando te has calmado. “Yo nunca podré salir de esta panadería, y tú siempre tendrás que volver a tu casa”.
Antes de que puedas responderme se oye la voz de alguien que ha entrado en la tienda, llamándome desde el mostrador. Atorados y confusos nos vestimos y limpiamos como podemos, “ya voy”, grito mientras te doy un beso de despedida y observo como te marchas a través de la puerta de atrás.
El resto de la tarde transcurre como siempre, atiendo a los últimos compradores mientras siento el peso de los minutos y de las horas cayendo lentamente sobre mí, envejeciendo mi piel, espolvoreando mi tristeza. Al igual que ocurre con el pan recién horneado por la mañana la expresión de mi cara se va endureciendo y perdiendo su ternura. Tienes razón. No podemos seguir así.
No soy yo quien atiende a los últimos clientes al otro lado del mostrador, cualquier vecino sabe que por la mañana les atenderá mi hija, por la tarde seré yo quien lo haga y al final del día se tratará de mi madre, las tres tan parecidas, las tres con el mismo aire de tristeza; es mi madre, en fin, quien a estas horas mueve su cuerpo despacio mientras entrega las últimas barras de pan, sonriendo taciturna hasta que llega la hora de cerrar. Es entonces cuando te veo por la ventana, de pie en la calle. No puedes volver a entrar porque a estas horas deberías estar en tu casa, y Dios sabe el esfuerzo que te ha supuesto salir una vez más, solo para dedicarme una última sonrisa desde el otro lado de la calle.
Es más de lo que puedo soportar, y mientras te devuelvo la sonrisa mis ojos se llenan de lágrimas. Tienes un aspecto envejecido, la espalda corva y apoyándote en un bastón, y sin embargo tu mirada es la misma de siempre. Sonríes también y me mandas despacio un beso con la mano, mientras te das la vuelta y regresas a tu casa. Sigo observándote hasta que desapareces de mi vista, y me dirijo lentamente, una anciana yo también, a acostarme en mi pequeño cuarto.
Tumbada en mi cama y mirando al techo vuelvo a pensar en mi vida, en esta panadería, en este amor imposible de los dos. Dentro de poco cerraré los ojos y todo terminará una vez más, como hace cada día, todos los días de mi vida, despertándonos jóvenes, envejeciendo los dos a lo largo de cada día, llegando al final de cada jornada secos y duros como el pan que horneo desde hace tanto tiempo, en esta vida que no es vida, en esta maldición tan prolongada cuyo comienzo y motivo no alcanzo a recordar, ni a esperar ninguna redención.
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