Miro por la travesera y la negrura de la noche absorbe los colores de los objetos. Me visto mecánicamente y me estremezco por el vientecillo de la madrugada, me arrimo a mí misma y me cojo las manos en un gesto íntimo que me conmueve, me tengo, pienso, me sostengo en esta vida donde hago camino con temple, con las manos y no con los pies.

Mezclo elementos básicos como el trigo, el agua, la sal. Engarzo masa con mis dedos y siento tibieza, doy forma a lo amorfo con tiento. No pienso en su nombre hasta que veo su forma, redondeada y alargada, esponjosa, le hago cortes en su parte superior, con el dedo, ni muy superficiales ni muy profundas, y solo ahora me sonrío al evocar su nombre, la poya. Todavía después de veinte años las manos de los niños siguen tapándose la boca como conteniendo una risa sorpresiva al escuchar su nombre.

¿En qué corte en el tiempo nos hemos dejado de mirar?, ¿quizá cuando nació nuestra primera hija?, ¿o la segunda?, ¿o cuando nuestros ritmos de sueño y vigilia fueron tan diferentes? Acaricio la masa, con parsimonia, como un antiguo paseo nuestro de la mano por esa costa tan escarpada y tan excitante. Te mostraba con mis manos cómo cada noche moldeaba tu cuerpo, creaba con agua, aire y fuego un mundo de sensaciones en espejo con mi cuerpo. Nos sentíamos equilibristas en ese lugar fronterizo entre la tierra y lo visible, y el mar y lo borroso.

Yo trabajo y privilegio el momento de amasar panes y reflexiones, tú dormirás y ya no estaré en tus sueños, y cuando tú estés enérgicamente mandando emails con tus dedos esclerotizados yo dormiré y volveré a soñar en flores marchitas, inasibles, que se deshacen y se desprenden en el momento de tocarlas.

Solo coincidimos en la hora de la comida y lo odio profundamente, miras la televisión y pellizcas groseramente el cuscurro de pan que en la lejanía de la mañana he creado con un monto de amor y otro monto de dolor por lo definitivamente perdido.

Las luces de la mañana iluminan el horno, y siento amplitud, como si las paredes se expandieran sobre mí y ya no estuvieran tan constreñidas, aparecen voces familiares y desconocidas, el día en sus rutinas se impone y pienso en lo poco que avanzo haciendo camino exclusivamente con las manos, miro a mis pies y les digo, pies, ¿para qué os quiero?, venga vamos, yo no soy una planta atada a la tierra, ¡en marcha!

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