—¿Pan de calabaza?
—Sí, mujer. De calabaza.
—¿Pero eso no sabrá demasiado, dulce, mamá?
—Es que de eso se trata.
—Ah vale… ¿Y dices que sirve para regular el tránsito intestinal?
—Tu hermana desde luego va como un tiro…
—Venga, va. ¿Entonces cómo se hace?
—Lo primero tienes que preparar los ingredientes. Para ello necesitas un sobre de levadura de panadería en polvo. Tiene que ser de la que se usa para fermentar el pan. No la confundas con la levadura Royal, que esa es para otra cosa. Una rodaja gorda de calabaza…
—Ah sí, sí -interrumpiendo- Como aquellas que había en el Parque del Capricho. Aquellas calabazas gigantes delante de la casita de la entrada. Parecía que en cualquier momento iba a salir Blancanieves por la puerta. ¿Te acuerdas? Después de entonces no volviste a verme a Madrid.
—Sí hija. Cómo no voy a acordarme… Ya sabes que estando tu hermana así… Bueno. Seguimos. Medio kilo de harina panificable, dos cucharadas de miel… pero ya sabes, usa siempre miel de la de verdad. Como la que yo te daba cuando eras pequeña para prevenir los resfriados. No ese montón de azúcar que venden en las tiendas.
—Claro, ma. Es la que uso siempre.
—Una pizca de canela en polvo. Y otra de sal. Te vale sal marina normal. No hace falta usar sal del Himalaya, que mira que te gusta a ti gastarte el dinero a lo tonto en esas modernidades.
—Ya, pero…
—Ni peros ni peras… Cuatro cucharadas de girasol. El que usábamos antiguamente para aliñar las ensaladas. Vaya tiempos… Y un huevo. Mejor de los camperos, que son más amarillos. Tienes que cocer un poco la calabaza para que ablande. Luego la bates junto con el aceite, el huevo y la miel. Añades la harina con la sal, la canela y la levadura y lo mezclas todo bien. Después la amasas. Mírame cómo lo hago.
—Eso es lo más difícil…
—Anda, anda. Solo hace falta que lo hagas varias veces, hasta que cojas práctica. Así…
—Pero es que se pega toda a las manos y…
—¿Y qué? Pues vas añadiendo harina para que la masa pegajosa se desprenda. Esto es como el mal de amores. Una mora se quita con otra mora. Ahora te toca a ti.
—No sé yo…
—Pero mira que te gusta poner pegas a todo. Insiste una y otra vez. Solo así se aprende. Tu tía se picó conmigo de recién casada al ver cómo cocinaba yo. Y mira cómo guisa ahora…
Cuando ya no se pegue la masa a las manos, haces una bola con ella y dibujas en la parte de arriba una cruz con el cuchillo que vaya de lado a lado del pan, para que levante bien.
—¿Para que levante…?
—Sí, mujer, sí! ¡Para que levante!
—Mmm… Vale, ¿y luego qué hago?
—Tienes que esperar unas dos horas. Y cuando veas que las hendiduras hechas con el cuchillo se han abierto, lo metes en el horno. A unos ciento ochenta o doscientos grados. Calcula unos cuarenta y cinco minutos, más o menos.
—¿Y ya?
—Sí. ¿Qué más quieres?
—Ah, pues no parece tan difícil.
—Esto es como todo en la vida, hija. Es cuestión de ponerse.
—Vale, ma. La próxima vez intentaré hacerlo yo sola en casa.
— Yo lo que quiero es que te acuerdes de mí siempre que hagas esta receta…
—Y yo lo que quiero es pedirte una cosa…
—¿Mamá? ¡Mamá!… En la habitación del hospital se hace un silencio. La mujer tiene el pelo cubierto de canas y unos ojos grises vidriosos que perdieron su color vivo hace tiempo. Mira hacia el lado izquierdo de la cama con ellos abiertos, enormes… — ¡Has venido! —Se le ilumina la cara. —Aquel día en la cocina cuando hablamos … me prometiste que cuando yo…, bueno, que serías la primera en venir a recibirme…
La enfermera, que con discreción ha estado viéndolo todo desde la puerta, se acerca. Mira con perplejidad y con cierta pena hacia el lugar vacío en que la mirada de la mujer se ha quedado suspendida para siempre. Se le arruga la frente, coge aire y emite un suspiro. Le cierra los párpados con delicadeza y se aleja. Aún queda una larga guardia por delante. La noche no ha hecho más que empezar.
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