EL PAN NUESTRO DE CADA VIDA

EL PAN NUESTRO DE CADA VIDA

Laila Arcas

07/08/2023

La primera vez que reparé en que mi abuela se santiguaba antes de tirar el pan duro a la basura, yo tendría unos cinco años. El ritual incluía besar el pan y dejarlo cuidadosamente entre los desperdicios. Entonces me explicaba que durante años no pudieron tener todo el pan que querían. En su lugar tenían una libreta de cupones, con la que iban a la tienda que tenían asignada, a por el pan que les correspondía. Poco y negro. Yo no entendía muy bien lo que me quería decir, pero reconocía el tono con el que se habla de cosas importantes. Del pan, como del cerdo, se aprovechaba todo en mi casa: torrijas, pan rallado, corruscos para el consomé… Hasta yo intenté una vez hacer gomas de borrar con miga de pan, pero aquello emborronaba más que borraba. Sólo se tiraba pan duro de vez en cuando y entonces la culpa invadía a mi abuela.

Ella no era una persona especialmente católica. No iba a misa los domingos y hablaba mal de los curas, con quienes tuvo malas experiencias. Pero sí era supersticiosa y mantenía ciertos rituales, por el miedo que le habían enseñado desde pequeña. Se santiguaba antes de salir del portal, para que nada malo le pasara, porque la vida que había llevado, a pesar del santiguo diario, no debía parecerle lo bastante dura. La recuerdo siempre diciendo, que dios no nos dé a pasar todo lo que podemos aguantar y así yo aprendía su miedo. También dejaba las tijeras abiertas cuando había tormenta, para evitar que los muertos entrasen en casa. Pero les encendía velas una noche al año, no recuerdo cuál, para iluminar su camino hacia donde tuvieran que ir.

Un establecimiento fundamental en nuestra vida diaria era el despacho de pan del barrio. El de la señora Amparo. Un local pequeño, alicatado en azul clarito, con dos mostradores de cristal e iluminación de fluorescentes blancos. Aún visualizo, nítido como una foto, el cartel de cada sábado, hoy, pan doble, escrito a mano en un papel de libreta de líneas y pegado con celo en el cristal de la entrada, por si alguien olvidaba que todos teníamos derecho a descansar los domingos. De aquel despacho de pan salían los mejores manjares de mi infancia: el pan con jamón de huerta, que era como mi abuela llamaba al tomate; el pan con aceite y sal; el pan con mantequilla y azúcar y el pan con mantequilla y cacao en polvo.

Muchos años después fui yo la que trabajé en una de las primeras cadenas de panaderías-cafeterías de productos precocinados, mientras estudiaba en la universidad y entonces, no es que no hubiera pan doble los sábados, si no que debíamos tener pan recién horneado todos los días del año, hasta las nueve de la noche. Total, que a las nueve menos cuarto, siempre había tal cola de gente, que se salía del establecimiento y, a veces, hasta daba la vuelta a la primera esquina de la calle. Aún conservo una pequeña cicatriz en el antebrazo derecho, de una bandeja que me resbaló al sacarla del horno a toda prisa. De allí, además, le compraba a mi abuela nuestro pan favorito. Un pan de aceite y sal, que horneaba yo misma y que le encantaba. Blanco y mucho. Todo el que quisiera.

En aquella época de pan precocido no hubiera podido imaginar que, décadas después, durante el confinamiento por la pandemia de covid-19, como casi todo el mundo, haría, por primera vez, pan con mis hijas. Un pan caliente, crujiente, con la marca de nuestros pulgares, señal de nuestra autoría, igual que los sellos en los panis quadratus de Pompeya. Era mucho y congelamos una parte, para que no se echara a perder. Yo, lo que hubiera querido congelar es ese momento con ellas, como muchos otros.

A mis hijas, igual que a su padre, les encanta el pan. Sobre todo el recién comprado, del que siempre me piden la punta. Algunas veces, para no abrir la barra por los dos lados y no correr el riesgo de que se reseque entera, les hago que se turnen una punta. Pero otras veces, cuando recuerdo cuánto me gustaba de pequeña volver a casa desde el despacho de pan de la señora Amparo, comiéndome la punta del pan que me habían encargado comprar y lo bien que me sabía, les doy una punta a cada una. Entonces las miro disfrutar comiéndoselo sin nada más y no puedo evitar esbozar una sonrisa al recordar a mi abuela diciéndome, pan con pan, comida de tontos.

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