Ya no manejo los hilos, ya no cuento cada una de las historias que me mantenían atado a la reja de tus sueños. Allí, pétrea mi figura de sombrero de ala ancha, hombros desgarbados y sonrisa a medio hacer. Allí, con mis manos apretando tu olor a vainilla y el rubor de la miel avanzando por mi entrepierna, dejándome tan exhausto. Tan lejos ya del aliento que rondaba mi cuello cada vez que tus brazos me paraban en seco. Tu pelo blanco de harina, mi pecho oxidado de tanto latir a fuego lento.
Ya no recuerdo aquella receta que nos susurrábamos al oído, el azúcar entre los dientes y aquel bocado que siempre me dejaba fuera de juego. Ya no consigo hurgar entre mis bolsillos tu imagen de gran seductor. Tu escápula, alada junto a la mía y esa sombra sangrando a mi alrededor. Allí, marcado el ritmo de tus pasos rozando mi garganta seca de tanto esperar tu siguiente movimiento de peón.
Ya no invento el calor de cada una de nuestras miradas garabateando el mejor rincón para los dos. Uno frente al otro, con el horno a nuestras espaldas y el falso silencio de aquella pequeña habitación. Desnudos de tanta rabia contenida, de tantas horas perdidas, de tanto amarnos a oscuras con el carbón entre las piernas y la puerta encajada por precaución.
Ya no leo a escondidas las hojas secas que con un “te quiero hasta morir” horneabas dentro de la hogaza más pequeña, aquella dedicada solo a mí. Y ahora las telarañas de estos ojos fundidos en el negro de mis ochenta y un años o más, no me dejan ver toda aquella vergüenza que sentíamos por compartir la miga de pan que encajaba entre tu corazón y el mío. Ahora este late más despacio, ritmo acompasado con el resto de mis días nublados, ya sin ti.
Vuelvo y vuelvo, y arrastro mis pies hasta estas ruinas que ocultaron esa manía nuestra de querernos entre las cenizas de nuestro campo de batalla, obrador de tantas mentiras, su jodido obrador… Y arrastro cada recuerdo y miro, miro a lo lejos maldiciendo la figura de tu padre escupiendo al cielo aquel ¡maricón! Con tanta fuerza… A lo lejos ya no nos puede golpear, ya no. Las piedras del camino siempre las recojo por lo que pueda pasar. Ya no…
Sin ti, el surco de mis arrugas sigue mostrándome el camino, ese fundido en negro como el tinte de mi dolor. Los ojos ya cerrados, carca ya mi sonrisa. Deja que te lo repita una y otra vez: “búscame cuando yo aparezca, cuando llegue al borde de tu estación”, porque una y otra vez seguiré siendo aquel muchacho enjuto que te espiaba nervioso cuando amasabas el pan o colocabas tus pequeñas galletas de canela sobre el mostrador. Aún esa fantasía de besarte cuando todavía contabas con un trocito de jengibre en tu boca. Morder así tus labios y echar a correr en otra dirección. Tú, tan serio y sexy, afanado en dar ese último toque magistral a tus pequeñas obras maestras. El resto de las semillas surcando tus caderas arqueadas, esperando mi decisión de regalarte un campo entero de amapolas.
Yo aquí, presente entre tanto recuerdo con alas de colibrí. Y vuelo, ahora vuelo en círculos viciosos, relegado a suspirar cualquier pasado que fuera mejor. Siempre alerta por si te veo aparecer y puedo arrancarme de una vez, uno a uno, estos malditos hilos que siguen pendientes de ti. Y es que te echo tanto de menos… Por favor, búscame.
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