–¿Qué es ese olor? –Ricciard el Rata se yergue lentamente, y desenvaina su espada con una soltura que pone los pelos de punta a Joe–. ¿El Enemigo?

Joe duda que el Enemigo haya madrugado para hornearse unas baguettes, pero prefiere callárselo. Con el Rata nunca se sabe. Frío, despiadado, y sin el sentido común suficiente para apreciar la valía de una espada bien envainada.

–No, no es la primera vez que veo esto –Ricciard recapacita–. Los desgraciados se esconden entre los escombros de pueblos evacuados, al márgen de la guerra, acaparando comida, burlándose de necesitados transeúntes como nosotros –, su mirada fija en el humo que exhala una de las chimeneas del pueblo que habían dado por abandonado–. Pero a estos les ha entrado hambre, o frío, o a lo mejor no han visto nada de malo en reavivar el viejo horno de leña y por una vez desayunar con un poco de pan recién hecho. Por una vez. Ese ha sido su error.

Ricciard pasa la mirada del pueblo al hombre que medita, ajeno al resto del mundo, en la esquina del pequeño campamento que tienen levantado. Después se acerca a Joe y susurra:

Mataría por una barra de pan.

Joe no tiene Nombre, aún no. Los Nombres se ganan, y él no ha hecho lo suficiente para labrarse uno. Lo tuvo, en su anterior escuadra. Pero acabó liquidada. Disputas internas, se podría decir. Y los Nombres, igual que todo lo que lo acompañan, se pierden con la escuadra. Ahora es Joe el Nuevo. O Joe, a secas.

–¿Quieres robar el pan? –murmura Joe.

–Si no lo dan pidiendo por favor –Ricciard sonríe.

–¿Y si hablan? El Enemigo sabrá dónde estamos.

–Tendremos que asegurarnos de que después no hablan, entonces –. Y como si el mensaje necesitara aclaración, Ricciard se lleva la mano a la espada–. ¿Vas a hablar tú, Joe?

Joe traga saliva. Parece la respuesta más adecuada.

–Bien, así me gusta –continúa Ricciard–. Sabes, desde que entraste con nosotros me costó encajarte. Único superviviente de una liquidación completa. Carente de huesos, salvo por una férrea oposición a desenvainar la espada. En batalla desapareces, y solo se te encuentra cuando el trabajo está hecho y toca repartir el botín. Uno podría llegar a la conclusión de que eres un cobarde, Joe. Joe el Cobarde.

Joe no responde. Todo es, al fin y al cabo, cierto.

Ricciard se gira hacia el pueblo, pero algo le corta el paso.

–No matamos civiles. Rata.

Yuzu el Pluma, levantado de su siesta, ojos bien abiertos. Sigiloso como su nombre. De primeras no aparenta demasiado, pero quien lo ha visto blandir su espada en combate sabe que el Nombre se lo ha ganado a pulso.

–Yuzu, amigo –. Ricciard trata de esconderlo en una sonrisa, pero Joe sabe que le ha
escamado la mención de su Nombre. Siempre peligroso, un hombre incapaz
de aceptar su naturaleza–. No te desgastes con estas nimiedades. ¿Por qué no vuelves a tus meditaciones y dejas que Joe y yo nos ocupemos de esta?

Yuzu no parece convencido.

–Somos escuadra. Todos juntos.

Ricciard suspira, y se lleva la mano a su juguete favorito.

–Eso tiene fácil solución.

El Pluma no dice nada, quizás entendiendo que el tiempo de discutir con palabras ha pasado. Pero tampoco abre camino. Un hombre de principios, el Pluma. Uno de verdad. Raro en estos tiempos. Y peligroso. Igual de proclive al heroísmo que a la autodestrucción. Igual de dispuesto a morir, por la causa correcta, que a matar.

Al final, Ricciard emite un gruñido de frustración y relaja la mano.

–Nunca lo has probado, ¿verdad? –Ricciard busca algo en su bolsillo–. No, claro que no. De donde tú vienes no tenéis de esto–. Saca un cacho de pan, y se lo ofrece a Yuzu. –Está duro, lo llevo a todos lados conmigo. Pero será lo mejor que hayas tomado nunca.

Siempre intrigantes, las cosas a las que se aferra un hombre en la guerra.

Ante la inesperada muestra de generosidad, los músculos del Pluma se relajan, y extiende una mano para recoger la ofrenda.

Joe observa el intercambio en silencio, de pie a una distancia segura, manos entrelazadas. Yuzu es un buen hombre; Ricciard no. Pero eso poco importa en la guerra. Lo sensato, lo cobarde sería no hacer nada. Pero hay veces que la inacción no es suficiente.

–¡Espera! –grita Joe en el último momento, y le arrebata el pan a Ricciard–. Podría estar envenenado.

Joe sostiene el pan entre las manos, ante la mirada de ambos hombres. Lo inspecciona, lo huele, lo lame. Lo hace rotar entre sus manos y, delicadamente, lo barniza con las yemas de los dedos.

–Busco puntos de infiltración –explica–. Poros de características no naturales al pan por los que se pueda haber infiltrado el veneno.

Cuando ha terminado, a nadie se le ocurre discutir su veredicto:

–Limpio.

Le ofrece el pan de vuelta a Yuzu.

–Gracias –el Pluma le sonríe–, Joe… el Bueno.

Joe no puede evitar una sonrisa de vuelta.

Yuzu coge el pan y le da un bocado. Después otro, y otro. Cierra los ojos y por un momento parece que se ha quedado meditando, en un estado de trance suscitado por el placer del alimento. Pero cuando los abre están completamente en blanco. El cuerpo le tiembla y cae al suelo, convulsionando, pegándose cabezazos contra el suelo, una densa espuma blanquiazul engulléndole la cara.

En pocos segundos, todo ha acabado.

–¿Está muerto? –pregunta Joe.

Lentamente, como con miedo de contagiarse, Ricciard se acerca a comprobar las señales vitales de Yuzu, y niega con la cabeza.

–Sigue respirando… pero no entiendo, yo no…

Se escucha un violento crujido y una punta metálica emerge de la boca del Rata, naturalmente dificultando la continuación de su frase. El impacto provoca un riego de sangre que empapa la cara del hombre que sujeta el acero a su espalda. Joe se quita el rojo de los ojos, extrae la espada del cráneo de su víctima y le rebana la cabeza en un sencillo arco.

–Agh… Agh…

Joe se gira hacia el hombre que se remueve aún por el suelo. Yuzu el Pluma, retorciéndose, una mano al cuello, tratando de rascar las últimas gotas de aire antes de que el veneno termine de constreñir sus vías respiratorias.

–Se ve que me equivoqué con la dosis –dice Joe simplemente.

–Agh…

Podría dejarlo ahí, que el veneno hiciera su trabajo, pero el Pluma siempre le cayó bien.

–Entiéndeme, Yuzu. Ricciard era un memo. Un tonto con espada. Lo suyo lo he hecho por placer. Pero tú… eres demasiado rígido. Si hoy te perdono la vida me lo agradecerás, pero quién sabe dónde te conducirán esos principios tuyos en un mes, en un año, en diez. No puedo cargar con eso en mi conciencia.

Y le inserta la espada en la parte blanda del cuello. Suave, como la masa de un pan.

Joe el Bueno.

Se pregunta si ese hubiera terminado siendo su nombre, de haber durado más la escuadra.

Saca la espada del cuello de Yuzu, la limpia en la chaqueta del muerto, y se da media vuelta.

Hacia el pueblito.

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