La receta de la Tita

La receta de la Tita

No cabe duda de que todas las abuelas son especiales para sus nietos, pero es que la mía tenía una ventaja diferencial que la hacía por lejos, la mejor del mundo. Desde que era muy pequeña, yo la llamaba la Tita, y crecí la mayor parte del tiempo en su casa. O más específicamente, en su cocina.

A medida que fui creciendo, la Tita siempre me enseñó el gusto por las artes culinarias de una manera disciplinada. De hecho, mis primeros recuerdos de la infancia son al pie del fogón, junto a ella, cocinando huevos revueltos y ayudándole a picar tomate y cebolla.

Es probable que nunca llegue a entender por qué una señora de su edad le confiaba un cuchillo a una niña tan chica, pero la mayor certeza de mi vida era que todas y cada una de las instrucciones que ella me daba en su cocina, se calaban en mi corazón de tal manera que simplemente tenían sentido.

Como era de esperarse, mamá nunca terminó de aceptar que la Tita pusiera tanto empeño en enseñarme algo tan delegable como lo era cocinar, y aunque intentaba de mil maneras que la Tita dejara de enseñarme los principios de la buena mesa, las lecciones se retomaban tan pronto como mamá se iba a trabajar.

Por suerte, la Tita insistía de manera amorosa y paciente en fomentar mi amor por la cocina a pesar la desaprobación, pero cuando llegó la pubertad, el repetido discurso de mamá triunfó y ocasionó en mí una represión de las ganas de ver cómo la Tita preparaba sus delicias.

Hasta que un día, luego de varios años de aguantar, esas ganas reventaron en una necesidad urgente de hacerle frente a conocer más y nuevas preparaciones ignorando las miradas ajenas.

La Tita aprovechó esa chispa de interés y fue allí cuando me dijo que, dada mi edad y astucia, me veía lista para enseñarme a hacer pan.

Pero la verdad es que tantos años sin preparar recetas me volvieron más torpe en la cocina, y por más que lo intentaba, no lograba hacer el clic interno de esta receta como sí me pasaba con las que había aprendido antes.

Cuando lo hacíamos juntas, el pan salía esponjoso, su corteza era crujiente y la casa se impregnaba con el hogareño aroma de esa masa perfecta salida del olimpo de las manos de la Tita.

Cuando lo hacía yo, en cambio, la masa nunca duplicaba su tamaño al dejarla reposar y entonces allí tuve mi primera frustración.

La Tita sonreía ante mi desgracia y en cambio me decía: “Ríete de esto, mijita. Quizás solo te falten un par de manos para amasar mejor. Ya te saldrá en algún momento”.

La verdad era que me dolía que ella no se tomara en serio mi errática manera de replicar su receta. En parte porque ella sabía lo que significaba para mi la cocina. Y en parte porque este tipo de frustraciones no podía compartirlas con mamá, pues en vez de ayudarme a sentir mejor, me reprocharía por ponerme a hacer lo que no me correspondía.

Para mamá, mi mundo ideal era uno en el que enfocaba mi atención en ser la mejor estudiante para convertirme algún día en la empresaria independiente que era ella.

Se imaginaba en mi, una mujer empoderada, que no necesitaba del cobijo de un hombre para sobrevivir. Que dedicaba infinitas horas al trabajo para hacer mucho dinero, aunque ni siquiera tuviera tiempo para gastármelo.

A mamá le importaba el éxito. El de ella y el mío. El de la Tita no, porque no estaba en la posición moral de juzgar a su propia madre que si algo había hecho era ayudarle con mi crianza mientras ella se buscaba la vida luego de que el hombre que la embarazó la dejara plantada.

De manera que una tarde, al llegar a casa luego del colegio, pensé que sería una buenísima idea mostrarle a mamá que el éxito podía significar muchas cosas. Por ejemplo, persistencia. Y me di a la tarea de hacer el pan más delicioso que jamás se había cocinado.

Pesé con cautela cada uno de los ingredientes con las medidas que me había enseñado la Tita. Mezclé la harina con el agua tibia y la levadura. Agregué el aceite y me puse a amasar. Esta vez me mentalicé a hacerlo con muchísima más fuerza y con un toque de hambre de victoria.

No tardé en comprobar que iba por el camino correcto, porque al volver a la cocina unas horas después de dejar la masa fermentar, noté como había duplicado su tamaño de una manera que no había visto antes. Ni siquiera cuando lo hacía la Tita. Contenta, lo metí al horno y me di la bendición dejando el resultado final a lo divino porque en este día necesitaba ese triunfo.

Me puse a leer mientras pasaba el tiempo y entonces escuché a lo lejos, mucho antes de lo esperado, los tacones de mamá acercándose a la puerta de la casa. De repente, un fuerte olor a quemado inundó el vestíbulo y mientras corría al horno para comprobar qué pasaba, mamá abrió la puerta y nos encontramos de frente en el corredor que conectaba a la cocina con la entrada de casa.

Por un momento pensé que su cara era de decepción o desaprobación y que estaba por regañarme por cocinar antes que por quemar el pan.

Pero en cambio, soltó el bolso, me abrazó muy fuerte y pronunció las palabras más tristes que había escuchado en toda mi vida: <=»»>.

Lo que pasó luego no podré olvidarlo jamás a pesar de esforzarme por suprimirlo de mi memoria. Pero sentí que mientras apagábamos el horno con el pan quemado dentro, era en realidad la vida de la Tita la que estábamos borrando de la faz de esta tierra. Y sentí un vacío en el estomago por pensar que había dedicado las últimas horas de la vida de la Tita en demostrarle un punto a mamá en vez de disfrutar su compañía.

El día del funeral, cuando todos se fueron a sus casas y solo quedamos nosotras dos en el sofá mirando el portarretrato con la foto de la Tita que habíamos puesto para despedirnos, mamá me tomó por la espalda y se acercó para darme un beso.

— ¿Sabes que cuando estaba chica, la Tita también me enseñó a mi a hacer pan? Ahora en el funeral recordé con exactitud cada uno de los pasos.

—¿Tú sabes cocinar?

—Cocinar no. Pero sé hacer pan y quizás podemos intentar hacer uno juntas.

Me acarició el pelo y noté que hacía un esfuerzo por aguantar las lágrimas.

—Podemos hacer uno, sí. Quizás esta vez solo necesite que lo amasen con menos fuerza— le dije repasándole los ojos con mis manos.

— O quizás, también necesite más atención cuando esté en el horno para poder interpretar bien lo que necesita y así evitar que se queme. ¿Vamos a intentarlo?

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