Ese día caluroso de agosto, el viñatero Horatius había estado conduciendo su carro por las calles empedradas, como siempre. Cuando ya caía la tarde descargó la última ánfora de su vino en la panadería de Curius. Platicaron un poco sobre el espectáculo pobre que habían presenciado la semana anterior en el anfiteatro (juzgaron que habían puesto leones viejos y cansados y, por lo tanto, habían sido muy fáciles de liquidar por parte de los gladiadores); Curius se quejó por la pereza de sus nuevos esclavos; se preguntaron sobre sus familias respectivas sin prestar atención a las respuestas y, finalmente, Horatius, como parte de pago por su vino, recibió un par de panes recién cocidos y volvió a subirse al pescante con la intención de regresar a la bodega lo antes posible.

Tenía que recorrer una buena distancia, los bueyes ya estaban cansados del trajín de toda la jornada y también él se sentía fatigado. Además, había estado oyendo lo que parecían ser unos truenos muy potentes y advertía que el cielo se oscurecía más rápido que de costumbre. Mejor regresar lo antes posible.


Los panis quadratus de Curius eran famosos por su exquisito sabor, y Horatius era su fiel consumidor. Luego de la intensa jornada estaba muy hambriento, así que, riendas en mano, tomó uno de ellos y, sin mirarlo siquiera, le dio un mordisco ansioso, luego lo volvió a depositar a su lado.

Avanzó por las calles de la ciudad lo más rápido que pudo, brincando sobre las piedras en búsqueda de la salida habitual, evitando peatones y a otros comerciantes que también terminaban su día de trabajo. 

Sin embargo, ello no le impidió observar que se habían formado algunos grupos de personas con rostros de preocupación que conversaban a los gritos. Intrigado, dio la voz de alto a los bueyes para saber qué estaba pasando. En cuanto el carro se detuvo se sorprendió: se encontraba completamente frenado y sin embargo podía sentir que se seguía moviendo, era muy raro.

─¿Qué está pasando?─ inquirió preocupado al grupo de personas junto a las que se había detenido.

─Parece que tenemos un nuevo terremoto─ gritó asustado un muchacho que optó por salir corriendo vaya a saber con qué destino.

Horatius no lo dudó ni un momento, azuzó a los bueyes y emprendió la búsqueda de la salida de Pompeya. Pero ya era tarde, las calles se habían atestado y el Vesubio, implacable, estaba cumpliendo su mortal faena. Las cenizas cubrieron todas las calles, casas, plazas, anfiteatro, prostíbulos y el foro en tan solo una noche. 

Allí sucumbieron Horatius y Curius junto a más de un millar de pompeyanos que no pudieron o no supieron escapar del volcán.

Los moldes de los cuerpos de Horatius y de uno de sus bueyes se siguen exhibiendo en una vitrina del museo de Nápoles y, en otra cercana, pueden observarse dos panes carbonizados; en uno de ellos se destaca una enorme dentellada.


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