Me voy. 

No quedaran, después, de estos besos rastro alguno. Que estuvo mi boca sobre tu boca será mentira si lo niego, y de todos los surcos de tu cuerpo en qué colgué mis caricias (o que llené con mis caricias) no queda ahora más que piel desprotegida. Rendida y despedazada me pregunto como será cuando me vaya. ¿Qué harán mis mitades vivíparas, se arrastrarán a acaso por el inframundo? ¿vendrán a buscarte? 

Te he amado. Y aquí postrada, en tierra de nadie, a caso con un pie en el mundo de los vivos y medio cuerpo ya negociando con Caronte: te ruego, ven. Sálvame, si no de la muerte rapaz que me espera  ¡líbrame! al menos, de esta necesidad de volver a vivirte. Ven. Que este último hálito que exhalen mis pulmones esté conducido a tu boca. Mi amor, el amor que he amado. Sígueme si no, en secreto, en mi partida y cuando el sueño estigio azote mi buena templanza y me sumerja para siempre en los brazos de Hades libérame como Eros a Psique, con ese acto de posar tus labios sobre los míos. ¿Es acaso tan descabellado? El beso dador de vida.

Cuentan las tragedias griegas que cuando alguien muere en su último aliento sale volando la psique, el alma, en forma de mariposa. Yo aún las siento revolotear en mis entrañas como en esas tiernas primaveras en que nos amábamos por primera vez

Ven y haré volar mis mariposas del estómago a la boca y ahí, con un dulce acto de amor te las entregaré.

Y al morir mi alma no estará perdida, quedará contigo. 

Ven, o este dulce insecto imagen del amor más puritano, y así mismo de la liberación del alma, quedará preso en mi vientre y se pudrirá conmigo. Si no lo recibes este amor será, como mi purpurea carne, comida para gusanos.

Me voy.

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