La señorita Poulain, difícil de satisfacer física, emocional y espiritualmente. Al mismo tiempo plena por el simple hecho de ser y estar. Nubes, legumbres, Crème brûlée, el gato vecino, servir café en el 2 Moulins…
Es lo que es y ella no necesita nada más.
La vieja cajita escondida de un niño fue la epifanía que la bautizó vengadora del bien. Sanó a sus amigos mediante artimañas y mentiritas piadosas, aguijoneó la burbuja mental del vecino artista y obsequió claridad a un ciego.
Amélie Poulain, de naturaleza gentil y bondadosa, se enamoró en la estación. Su tierno corazón aceleró desconcertado. ¿Amor a primera vista? ¿O el reencuentro de dos almas que se han amado eternamente? Un flechazo; sí, pero de esos que duran toda una vida y ni una vida les alcanza.
Nino. Raro como ella. Un encanto. El hombre más interesante que Amélie había visto. Lo único que pudo confundirla y atemorizarla.
Después de un par de juegos fallidos y la lucha elemental entre los demonios del miedo y los ángeles de amor, Amélie cree que él no vendrá. Se desmorona.
El amor gobierna y la lleva a buscarlo. Ella va y él viene. Se contemplan como quien quiere decirlo todo pero no con palabras, pues su lenguaje no es de esta dimensión. Se devoran con una mirada llena de ternura. Amélie da a Nino el primer beso en la comisura de los labios; el que lo sorprende.
Es bien sabido que el éxtasis del instante previo al beso puede ser incluso más eufórico y exquisito que el beso mismo. Ese borroso y fugaz momento en el que la cercanía de los cuerpos es tal que se puede sentir la energía magnética creadora de vida desprendida de cada poro, avanzando vibrante hacia su fabuloso destino. Excitante y aterradora.
Pero para ellos es, además, como si besaran por primera vez. Como si vivieran por primera vez. Están en casa.
Ella prolonga el instante previo. Él aguarda expectante, atraído por el curioso ritual, que le resulta cómodo y fascinante como ella; la mujer más interesante que haya conocido.
El siguiente beso en el cuello, suave y delicado pero cargado de pasión; el que lo alborota. Un tercero en la cuenca del ojo; el que lo enternece.
Ella le indica que es su turno. Él esboza una sonrisa juguetona y complaciente, como quien regala un caramelo a un niño.
La comisura, el cuello, la cuenca.
El momento ha llegado, el instante previo rozó la eternidad y ahora no queda más. Al tocarse los labios se fusionan los cuerpos, se sincronizan los corazones y se unen las almas; se eleva el espíritu.
Amélie sonríe mientras su ser reproduce en su mente cada escena futura de su vida. Ahí está Nino. Es él, nunca hubo duda.
Amélie Poulain. Aislada y soñadora. La joven más apasionada y curiosa que París ha visto, fue sorprendida por la inesperada y, no obstante, destinada llegada del alma gemela con la que en alguna otra vida pactó este reencuentro.
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