Es fascinante cómo en un solo instante te cambia la suerte. Roger estaba a punto de conseguir la cuenta en la que llevaba meses trabajando para su agencia. Era el gran día de su vida profesional y nada podía ir mal.
Roger no entendía llegar a la excelencia dejando al arbitrio, ni que solo fuera los avatares más nimios del plan. En lo personal y profesional solo entendía la vida desde una perspectiva de control y perfección absoluta. Nunca negoció con eso.
Con todo su equipo presente , el timbre de la oficina sonó más urgente que nunca. Eran ellos, la comitiva de cinco personas de la start-up española más valorada del momento. De todos, el objetivo principal a encandilar era el CEO: Albert Bonaventura, el brillante y carismático ideólogo de la empresa del momento.
Roger dirigió la presentación cual maestro de orquesta, gustándose, controlando el espacio y el tiempo. Bonaventura parecía hechizado cual marinero ante los cantos de una sirena. Todo un éxito. Después, invitarles a comer sería la guinda del pastel que redondearía el colosal triunfo.
Después de tres intensas horas de comentarios ingeniosos y simpatía a raudales, tocaba el momento de la despedida. Alea iacta est. Para el lunes se presagiaban grandes noticias.
Roger se despidió de todos y se dirigió por último a Bonaventura, que recogía el abrigo del perchero. Al acercarse Roger, Bonaventura se inclinó levemente para hacerle un comentario al oído, o al menos eso era lo más factible en pensar para cualquiera que estuviera en esa situación.
Pero Roger no lo entendió así. Ni siquiera pensó en esa posibilidad, solo vio aparecer la mejilla de Albert cerca de sus labios y, en un fatal momento de confusión extrema, acompasado con un suave movimiento de cuello, besó el carrillo derecho de su potencial cliente.
Un silencio resonante, estremecedor y del todo incómodo se adueñó de la situación, arrancándole de las manos a Roger la codiciada y simbólica estatuilla que parecía ya obrar en su poder. El gesto de Bonaventura, entre la perplejidad y la repulsión, no hacía pensar que se lo tomaría bien. Cogió el abrigo y se despidió de todos saliendo como si se lo llevaran mil demonios.
Del cielo al infierno en un mísero segundo. Un «tierra, trágame» de manual. No había vuelta atrás. Había pasado sin más, un insignificante detalle no planificado en el último segundo, que podía haber dado al traste con el partido de su vida.
Llegó el lunes y el teléfono no sonó. Tampoco lo hizo el martes, ni el resto de la semana, ni del mes. Pero ya no importaba.
La visita de la policía a la oficina el lunes a primera hora anunciando el suicidio de Roger posicionó en un plano muy secundario la fallida firma de tan perseguido contrato.
Ésta es la historia de un beso furtivo frustrado, de alguien que quiso amar en el peor momento y no fue correspondido. Y de cómo no pudo superarlo.
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