-¡Valentina!-volteé para mirar a mamá-quítate de ahí gorda, que te pueden atropellar-decía porque estaba en medio de la calle, en cuyo costado había una casa grande, turquesa, con un chinchorro en el centro de la sala. Cada vez que llegaba corría al chinchorro como si me esperara con los brazos abiertos.
-¡Santiago! ¡Llegó Valentina! –gritaba su madre.
Santiago salió de su escondite, yo sabía que él sabía que yo había llegado, pero todo siempre lo quería hacer más misterioso. Cuando él salió, los dos estábamos a la misma distancia hacia chinchorrín. Corrí todo lo que pude, él corrió todo lo que pudo, me resbalaba por la cerámica lisa, él también, pero tenía más experiencia porque vivía ahí. Él corría, yo corría, ambos corríamos, y… ¡PLUM! Los dos llegamos al mismo tiempo, pero caóticamente. Sentí algo duro que golpeaba mi cabeza como si fuese una piedra. El dolor era tan grande que sentí ganas de llorar, pero no quería que viera mi debilidad. Al final y por orden de nuestras madres los dos terminamos acostados en el chinchorro como si nos agradara compartirlo con alguien.
El chinchorro se había convertido en nuestro punto de encuentro. Siempre me mecía súper duro, haciéndome caer muchas veces. Los dos nos partíamos de risa, era muy divertido, amaba jugar con él. Fue mi primer amiguito desde que me mudé a esa ciudad donde no conocía a nadie.
Era blanquito, como yo, cabello amarillo, yo castaño, ojos azules, los míos verdes. Era muy bonito y me llegó a gustar de adolescente, cuando la idea de conocernos desde niños me fascinaba más que él mismo.
Un día mientras nuestras madres hablaban en la cocina, Santiago decidió invitarme a su cuarto. Me parecía raro que no quisiera jugar con chinchorrín, pero lo seguí porque era mi amigo y me divertía mucho con él. Cuando llegué a su cuarto, me senté en su cama. Dejó la puerta entreabierta.
Me acostó y se puso encima de mí. Dijo que íbamos a jugar. Su cara estaba frente a mi cara, veía sus ojos y sentía su respiración sobre mi nariz. No me sentía incómoda, total, todo era un juego. Acercándose más a mi rostro me dio un besito, con sus labios de niño, suaves y cálidos, un besito robado que nunca me esperé. Como si me robara un suspiro. Olía a leche, y tenía los labios rojitos porque había comido gelatina de fresa. Yo sentí unas cosas raras en mi estómago.
Él se levantó. Me miró con algo de vergüenza. Sus manitos lindas le temblaban. Me senté en el borde de la cama segura de que estaba rojita, se sentó a mi lado y mirándome de nuevo, parecía preocupado. Luego llegó su madre y le dirigió una mirada muy rara, como de enojo, y no entendía por qué.
-Santiago vente. Si van a jugar que sea en el chinchorro.
Supe mucho tiempo después, que ese fue mi primer beso, y que Santiago, ese niño atrevido, sería el padre de mis hijos.
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