No
recuerdo exactamente cuando di el primer beso, seguramente se lo di a
mi madre. Con unos cuatro años y en el entorno familiar, recuerdo
recibir ósculos de allegados, se utilizaba
como expresión de afecto; a manera de saludo, respeto y admiración. A temprana edad tienen significado de un juego, es un
impulso inocente que se da indistintamente de raza, credo, sexo…
De
niños nos gustaba plantearnos retos, nos decíamos «a que no es
capaz de hacer»; era una forma de demostrar valentía, habilidades
ocultas, el arrojo y que te valoraran en el grupo. En uno de ellos me
retaron a darle un beso a Patricia, que pasaba cerca de nosotros;
dicho y hecho, sin pensármelo casi procedí a la acción. Me acerqué
a ella, debí pronunciar alguna palabra —la verdad, no me acuerdo—
y traté de besarla. Su respuesta fue inmediata, tremenda cachetada
recibí en la mejilla izquierda; me sentí muy mal por la osadía, la
agresión y el amor propio herido. Los amigos no podían de la risa y ¡claro!, me sentí como un tonto.
¡Y volví a tropezar!
La segunda ocasión que me retaron a lo mismo fue con una
niña a la que le decíamos «chocosuela», lo intenté otra vez: tomé a la chica
del vestido para besarla, ella hizo fuerza para apartarse, éste se le rompió y salió apurada para su casa. Corrí a esconderme y procurar que no me viesen; siempre tuve miedo a la reprimenda.
La tercera y última me gané
una bofetada, solo que la niña era más grande y pegaba muy fuerte
—nosotros llamamos cachetadón a ese tipo de golpes—; esta vez, fue la vencida. Tendría un poco más de ocho años, cuando tomé la decisión: ¡No más retos estúpidos, avergonzantes y machistas!
A los catorce años tuve un noviazgo fugaz con Lucía. El segundo compromiso fue con María, un año después, me invitó a una obra de teatro popular a la vuelta de su casa y
allí iniciamos una relación que fue corta.
Hacia los diecisiete años, en los «ires y venires» de fiestas
los viernes y sábados, las misas dominicales, las reuniones para
hablar de un amigo que estaba en la cárcel, realizar algún juego de
mesa…la cercanía con Patricia se hacía más necesaria. Un día,
saludándonos, casi nos besamos en la boca y creo que esa casualidad
dio paso a pensar que podríamos tener algo más; sin embargo, nos
resistíamos al compromiso. El domingo, 19 de junio de 1977,
después de llegar de misa, me invitó a entrar en su casa, me
ofreció algo de comer y mientras estábamos en la cocina hablando,
nos acercamos sin dejar de mirarnos, uniendo nuestros labios en un hermoso y profundo beso lleno de hermosas sensaciones.
Como se
acostumbraba en esos tiempos, pregunté: «¿quieres ser mi novia?». Me
golpeó suavemente, como diciendo que después de ese beso no había
necesidad de preguntar nada.
Patricia fue la niña del golpe en la mejilla, cuando intentaba
robarle un beso, la joven que me amó y la mujer que me acompaña.
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