La mañana ha sido agotadora. Él respira hondo al traspasar, por fin, la puerta giratoria del hotel donde se hospeda durante su estancia en la capital. Dirige sus pasos hacia el jardín de invierno, decorado en estilo Art Nouveau y coronado por una cúpula de vidrieras de colores. Ni siquiera se toma la molestia de quitarse el abrigo antes de recostarse en el sofá de terciopelo ocre que le resulta aún más mullido de lo esperado. Durante unos instantes cierra los ojos. Al abrirlos de nuevo, la silueta de una mujer joven atrae su mirada.
No aparenta más de treinta años. Sentada en una butaca de caoba tapizada con raso granate, viste un discreto conjunto de falda y chaqueta verde esmeralda. De los puños de la blusa de seda beige, con cuello Mao, asoman unas muñecas y unas manos delicadas que se mueven al compás de las palabras que intercambia con un señor de pelo canoso – ¿su padre, un amigo, o un amante quizás…? Su corta melena castaña enmarca un rostro expresivo en el que la boca, de contornos bien definidos y labios carnosos, le recuerda, en este momento, el perfil de la mujer egipcia sobre fondo de jeroglíficos que le fascinó en el Museo de El Cairo, el pasado verano. Bajo el prisma de colores de las vidrieras, la joven resplandece como una diosa.
Él baja entonces la mirada y contempla sus manos, sembradas desde hace varios meses de algunas manchas oscuras. De repente se siente mayor.
Pronto sus ojos vuelven a buscarla. A pesar de la distancia, le llegan la tibieza de su cuerpo juvenil, la leve fragancia a madreselva y el timbre algo grave de su voz. Cierra los ojos y durante breves segundos se abandona a la ensoñación.
Cuando resurge a la realidad, observa que ella, con una ligera inclinación de la muñeca, está vertiendo el contenido humeante de una tetera de plata en una taza de porcelana decorada con diminutas flores de distintos colores y volutas de oro. Después, con el pulgar y el índice de ambas manos, de uñas perfectamente pintadas en tono frambuesa, rasga con cuidado el borde superior de una bolsita de azúcar que esparce en la superficie de la taza, dibujando círculos concéntricos. Remueve lentamente el líquido con la cucharilla que recuesta luego en el platillo. Con gesto delicado aproxima, por fin, la taza a su boca carnosa y bebe la infusión a pequeños sorbos, entornando levemente los ojos. Él no pierde detalle del ritual.
En ese momento la camarera se acerca para preguntarle si desea tomar algo. Sin dudarlo, él pide un té negro. En cuanto ella deposita la bandeja en la mesa baja de caoba, él, con gestos pausados, levanta la tetera y repite paso por paso los distintos momentos de la ceremonia.
Por fin, aproxima la taza a su boca y cierra los ojos.
Experimenta un placer intenso al sentir entre sus labios el borde húmedo y cálido de la taza.
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