Y yo que me la lleve al río creyendo que era mozuela, pero no, en realidad la invité a la pajarera que atendía por las tardes al salir de la escuela. El negocio era de mis padres y gracias a mis excelentes calificaciones, habían decidido premiarme dejándome a cargo del negocio apenas llegase del colegio. Odiaba esa tarea, amén de alimentarlos de jaula en jaula, extraer las plantillas rematadas con sus cacas me resultaba un martirio.
Por supuesto eso no le dije a Ehud, la chica que había invitado con el pretexto de hacer la tarea. Nunca había tenido novia, así que mi inexperiencia en ese tema por demás notable, contrastaba con la muy avanzada experiencia de ella.
La pajarera era muy amplia, la hice a pasar al fondo dejando a la dependienta en el recibidor.
Una vez solos Ehud me tomó la mano con confianza y haló de mí a través del pasillo repleto de embalajes, de vez en cuando al ver brincar en su jaula a alguna de las múltiples avecillas, gritaba con un miedo poco creíble mientras me abrazaba y arrinconaba contra la mesa contraria acercando su rostro al mío mientras lo sacudía sensualmente, expresando extasiada lo asustada que estaba.
Si, aún recuerdo nítidamente esos ojos claros avellanados clavados en los míos, apenas la escena de espanto concluyera y ella aún continuara pegada a mí sin parecer querer separarse, conjugando con el mohín nervioso de sus labios la petición silenciosa de un beso. Yo por mi parte pasaba saliva, nervioso, ignorante, torpe, sin saber que decir o qué hacer. Me enderezaba con torpeza y musitaba algo relacionado con el ave causa de sus gritos, algo que por supuesto ella no escuchaba, creo que yo tampoco, tal vez solo creía decir algo pero en el fondo, era como algunas de esas aves asustadas cuando veían pasar a un posible depredador. Ella por su parte se alejaba un poco con el placer dibujado en el rostro, de saber que tenía ante sí a un párvulo inexperto, luego pasaba su mano por mi alaciado cabello rompiendo la línea tipo Juárez que mi madre a disgusto mío marcaba diariamente en un surco a un lado de mi cabeza.
– ¡Ay Espiridión – Agregó mientras se giraba hacia la mesa que yacía al fondo de la Pajarera – ¡Eres adorable!, ¡Aún eres un niño! –
– ¡No!, ¡Eso no! – Pensé, y mi mente enseguida trabajó en encontrar una forma de sorprenderla, de agradarla, de hacerla caer presa de admiración por mí. De volverla mi más fiel y atormentada admiradora.
Recordé a Prieto, mi Quiscalus Mexicanus, o séase, un Zanate pues. Grande, orgulloso picoteando algún fruto en su jaula, esperando mi llegada como siempre desde pequeño cuando lo adopte. Sin duda ese negro azulado la hipnotizaría. No cesaría enamorada de hablar agradables detalles de mi mascota.
– Besarías mi pájaro? – Le pregunté. Inexplicablemente la mirada de ella cambio y con un susurro sensual, ronco, me contestó -¡Aaahh! Pícaro. ¿Aquí? –
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