La noche era tibia con calles burbujeantes de bullicio en pleno carnaval; a medio camino de la alameda Chabuca Granda ella y él entraron a un huarique del jirón Conde de Superunda. El desfile de anticuchos no se hizo esperar, le siguieron un pollo a la brasa junto a una jarra de chicha morada para contener los sofocos del ají más la sed.
Charlaban como saltimbanquis, de Egipto, Filipinas, las islas Griegas; del chile mexicano, del miso japonés y del tocosh hasta planear en la teoría del Bing Bang. Al pasar las horas pidieron unos piscos sour, cada quien bebió un trago antes de derretirse el hielo. Ella le dio paso al fútbol y de pronto la conversación descendió en su infancia. Un charco de recuerdos llegaba en alta resolución hasta aparecer su fiel Sultán moviendo la cola luego las lágrimas de su madrina y los silencios de su padre, fue la época de latas de atún con papas cocidas.
Cada palabra salía más lúgubre que la anterior, bebió otro trago pero vano fue su intento por dominar un par de lágrimas. Él seguía atento a todos sus gestos, pero se mantenía en silencio deseando eliminar de un plumazo aquel recuerdo. Ella miraba de un lado a otro queriendo componerse y sonreír sin embargo consiguió hacer una mueca, luego empezó a tamborilear la mesa con sus dedos.
Él por unos segundos tomó su delicada mano y apretó suave pero firme mientras que ella aquietaba sus dedos; sin pensarlo el consuelo y calor la embargaron en ese momento. Él buscó su mirada hasta atraparla, después arqueo sus labios hacia abajo; entonces ambos desataron unas sonoras carcajadas por varios minutos hasta que él estampó sus labios sobre su mano.
El mundo dejo de girar con esa corriente eléctrica que la recorría hasta la punta de sus cabellos, varios tic tac aceleraban su corazón y unas mariposas se revolvían en el estómago.
Los ojos de él relampagueaban complacidos de tocar la piel de ella, quien se sentía volar con los vellos erizados. Después del siguiente pisco aquel desconocido estaba más cerca de sus misterios.
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