– Papá ¿Cómo fue tu primer beso con mamá? -preguntó Elena a su padre, quien se sorprendió por la pregunta.
– ¿Por qué esa duda tan repentina, Elena? -respondió el padre, dejando el mate sobre la mesa ratona, no esperaba esa pregunta.
– Curiosidad replicó tajante la niña.
Eduardo conocía la gran determinación de su hija, sabía que no tenía opción más que recordar y responder, sin improvisar ni exagerar, su hija se daría cuenta; no tenía escapatoria.
– Bueno corazón, te voy a contar, pero esta noche, a cambio, me vas a tener que leer algunos poemas de Borges exclamó negociando, el padre.
-¡Hecho! gritó triunfante y feliz Elena, mientras se acomodaba en su silla.
Eduardo dejo el mate, le daba mucha vergüenza contar a su hija ese momento, pero sabía que no podía salir corriendo, así que haciendo memoria, conteniendo las lágrimas y con mucha vergüenza, comenzó:
– Siempre fui muy solitario, me encantaba sentarme en el jardín delantero de la casa de mis padres en Buenos Aires, sentir el ruido de los coches, el calor del sol en el rostro y el césped húmedo en mis pies descalzos. Había escuchado en la sobremesa del mediodía, a mis padres sobre los nuevos vecinos, pero nunca imagine que, esa tarde de enero, sentiría una mano suave sobre mi hombro, acompañada por una voz hermosa, desconocida en ese entonces para mí. Que hermosa que era la voz de tu madre. Me preguntó si podía sentarse junto a mí, le respondí que si, me conto que se había mudado hace unos días y que no conocía a nadie y…
– Apúrate papá, me aburro. Hace de cuenta que sólo podes usar 500 palabras exclamó impaciente Elena- ¿Cuántos años tenían?
– Teníamos 12 años, tu edad. Quiero contarte todo, así que ponte cómoda.
Elena rezongo, dio un suspiro y desistió; quería seguir escuchando la historia.
– Recuerdo que conectamos al instante -continúo Eduardo-, le encantaba el tango al igual que a mí. Hablamos mucho de Gardel, hacía poco había muerto, pero los dos sabíamos que su música sería inmortal. No tengo idea de cómo llegamos a hablar de Oscar Wilde, me confesó que era su escritor favorito, y me dio vergüenza admitir que no lo conocía. Supongo que ella lo intuía así que, sin pedir permiso, apoyo su cabeza en mi hombro y comenzó a narrarme sus cuentos, “El príncipe feliz”, “El pescador y su alma”; me hizo llorar el resto de esa tarde, pero no podía dejar de escucharla. Que rápido paso el tiempo, se hacía tarde y tenía que volver a su casa, iba a despedirla con un gesto, pero sin que me diera cuenta, con un movimiento rápido, ella tomo mis mejillas entre sus manos, y me beso. El mundo y el tiempo se detuvieron, solo sentía el olor dulce de su perfume, y sus suaves labios pegados a los míos. Ese día Elena, fue la primera vez, que mis ojos ciegos y apagados, quisieron ver el mundo.
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