Todas las mañanas me bajaba del colectivo, cruzaba la avenida “por el semáforo, mirando bien a ambos lados”, caminaba por la vereda de la plaza y en frente estaba mi colegio de monjas.
El mismo y tedioso recorrido; hasta que un día entre la multitud… lo vi.
Tenía el cabello rubio enmarañado, piel trigueña, “nariz romana”, diría mi abuela; y los labios gruesos que enmarcaban una sonrisa angelical. Vendía algo, pero no reparé qué; pasé a su lado simulando indiferencia, aunque mi corazón parecía escapar de la camisa del uniforme.
No dejé de pensar en él, rogando estuviera a la salida e ideando una excusa para hablarle.
Claro que no iría sola; le conté a mi amiga y por supuesto aceptó acompañarme, extrañada de no haberlo visto, ya que venía al colegio por igual camino y siempre nos gustaban los mismos chicos.
—Ahí está ─susurré, mientras hacía un ademán sutil con la cabeza.
Asombrada y con cara de asco dijo:
— ¿Ese vagabundo? ¿y con esa remera re gastada y las zapatillas rotas? ¡Que horrible! Debe ser drogadicto, borracho; hasta ladrón; y encima vende bolsas para residuos ¿estás loca?
Yo no había reparado en su ropa, nunca lo hago. Pero ella sí; tenía la maldita costumbre de etiquetar a las personas según su vestimenta.
Pero no me importó; me acerqué como si flotara, lo miré fijamente a los ojos y me vi reflejada en su mirada; esos ojos color miel me embriagaron; me arrimé a la boca atraída por ese olor a monte y río, tan varonil.
Sentía su respiración acelerarse al ritmo de la mía. Todo sucedía en cámara lenta y simultáneamente; enmudeció el viento y las hojas de los árboles parecían suspendidas en el aire. Sus labios rozaron los míos por un segundo eterno donde nuestras almas se reconocieron; me vi sentada a su lado mirando la luna con un mar de estrellas danzando a nuestro alrededor.
El golpe en las costillas que me propinó mi amiga con el codo me hizo reaccionar, y tratando de disimular el rubor que había cubierto mis mejillas murmuré:
— ¿Son reciclables? ¿Cuánto cuestan? — ¡Me sentí tan estúpida!
Me miró con una ternura increíble, e inclinando ligeramente la cabeza hacia un costado, con su sonrisa de ángel y la voz más dulce que podría escuchar dijo:
—Sí, son reciclables; a vos te la regalo. —Como extasiado continuó — ¿Sabes flaca? tenés algo mágico en la mirada ¡Gracias!
Me sorprendió su respuesta, y sentí vergüenza, pero una parte de mí comprendió.
Y sin dejar de mirarme, estiró su mano abierta para saludarme, y la estreché, sosteniendo embelesada su mirada; en ese contacto físico, esta vez real, se intensificó esa profunda sensación de reconocimiento; también sentí que me liberaba de algo, pero no entendía de qué; como si hubiese cerrado un ciclo.
Mi amiga estaba horrorizada; me llevaba casi a empujones e insistía en que me lavara las manos.
Al día siguiente ya no estaba; jamás lo volví a ver. Pero el recuerdo de ese sentimiento quedó grabado en mí, y a modo de talismán, me preservó de falsos amores.
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