Durante los primeros cinco días del confinamiento, ella daba un grito desde una ventana del patio, y él salía del cuartito del fondo para tomar desde un estante los alimentos que le acercó. Ella estaba de pie, en la galería de puertas corredizas y limpios cristales.
Se miraban unos segundos, y él era el primero en volver a bajar la cabeza. Quería disimular el esfuerzo que hacía para sonreír. De igual manera, ella le enviaba un beso, formando un pico con sus labios y con un suave sonido. Su mano izquierda apenas levantada, movía los deditos, cómo una niña que despide sin ganas a un ser amado que se va de la casa. El único medio de comunicación, era su teléfono celular, que unía los dieciséis metros que los separaba en la misma casa.
Por las noches se hablaban con tono lascivo y se decían cuánto se deseaban. Ella tenía miel en la voz; él espasmos. Ella quería demostrarle que todos los minutos del día había estado pensando en él, y quería resumirlos en esa conversación. Fue ella la que sugirió la videollamada, y le pidió al joven que se filmara los labios. Ella se los había pintado con un labial oscuro, brillante. Él, saboreaba en su propia boca la tibia saliva real, la virtualidad, lo abstracto, lo fascinante, el deleite y la lujuria. Faltaba un día, solo un día para confirmar que ya da negativo y no podrá contagiar el virus a su novia y futura esposa. Había resultado una eternidad la espera y ya solo restaba un día, o sea, veinticuatro horas, es decir mil cuatrocientos cuarenta minutos, digamos ochenta y seis mil…
Ariel se derretía. Natalia ni siquiera golpeó la puerta.
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