– Mírame cuando te hablo – dijo apoyando el dedo sobre mi barbilla, haciendo que mi cabeza girase casi violentamente hacia él. Alcé la vista hasta alcanzar sus ojos avergonzada y serena; a partes iguales.
Le había engañado varias veces, pero esta vez me había descubierto. Ya no más, pensé.
Acaricié su pelo con mis manos y me acerqué a él despacio, a pesar de que los nervios hacían que pudiese escuchar los latidos de mi propio corazón. Entonces me besó. Sentí que me había perdonado. De pronto, algo le hizo estremecerse y separarse de mí.
– ¿Miel? – Preguntó mientras se llevaba la mano a la garganta por la falta de aire – ¿Cómo has podido?
Y cayó frente a mí, fulminado.
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