La caída del sol pesa sobre el ambiente del salón; ella está apesadumbrada, sentada en el viejo sofá granate con el cuerpo encorvado hacia adelante y posando los brazos sobre los muslos.
Afuera la noche abre con las estrellas brillando, para otros; para ella, la oscuridad es constante, pero mantiene el recuerdo de cómo se desplomaba el sol.
Hace tres años quedó sola. Su esposo partió con un grupo de personas que emigraban a otro país, a buscar mejor paga por el oficio que hasta entonces les daba de comer; antes se habían ido amigos y familiares. La despedida fue un beso rápido, de los que se dan para no decir adiós… aquella que deja expectativas. Poco después ella sufrió varios picos de glucemia; quedó ciega.
Los muelles vencidos soportan su peso y los recuerdos, entre brumas, se baten cual oleaje fuerte en el malecón.
Ahora la acompaña el gato adormecido que está echado en la otra punta del mueble; ahuyentado por su olor añejo. Ella se soba las piernas, se distrae tanteando y reconociendo las abultadas venas, sus dedos se frenan en algún nudo y luego continúan hasta llegar a la gargantilla del pie.
Las tripas le producen un estrépito sonido, una ventosidad que como huracán despierta al gato que engrinchado, alcanza el suelo de un salto y se pone en guardia.
—Ven que no fue nada, móntate de nuevo.
El maullido como respuesta le recompone la silueta expandida por la risa.
—¿Dónde estás?, ven. —dice ella mientras tantea su alrededor.
El llamado obliga al gato a acercarse y rozarla con la cola, avisándole que se distanciaría.
—¿A dónde vas?, son cariños. Ven que no tenemos mucha comida en la cocina.
Se levanta, se estira el vestido y sigue la señal de los maullidos. A tientas recorre el pasillo, tropieza con una vasija que en algún momento quedó tirada por un traspié o por un salto del gato. Dentro, calculando los pasos, alcanza las hornillas, tantea y logra encender un fósforo para calentar la olla con café que quedó después de varias coladas.
—Vamos a tomarnos esto para que nos caliente la barriga; quizás mañana tendremos a alguien más con quien compartirlo.
En dos tazones deposita el líquido y escucha un maullido como protesta.
La ventana en lo alto deja filtrar la claridad que da una estrella y el gato se sienta sobre las ancas traseras y la observa; al momento, una medalla que había perdido tintinea entre sus pies y en su corazón se fortalece la confianza de que mañana será diferente.
Ella recoge la medalla, el bastón y arrastra los pies callosos hasta el dormitorio.
—¡Ven! Esto acabará pronto. —dice mientras baja el cuerpo para que el animal se monte en sus brazos.
Barriendo con su mano la distancia, lo alcanza y acurruca; como de costumbre lo acaricia. Y ella, con regocijo le da un beso en la cabeza para que no se enfríen sus labios.
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