Hoy es nuestro aniversario número cuarenta y cinco, pero Juan no me ha besado. Tampoco me ha dado un regalo, un beso hubiera entrado en mi haber como un beso regalo. Pero Juan ni regala, ni besa. Él es así, con él los besos los tengo tasados. Cuando está desesperado y anda en busca de “aquello”, los pide, pero nunca los da. Esos son mis besos placer, no por “aquello”, es porque son robados. Le quito todos los que puedo sin que él los cuente, y los guardo en mi alcancía de besos para disfrutarlos después. No recuerdo nuestro primer beso, no sabía que no los tendría a voluntad, así que no lo incluí en mi registro de besos. Muchas mujeres sí lo recuerdan, yo no, pero recuerdo otros.
El primero en mis apuntes es el que ordenó el cura cuando dijo: “puedes besar a la novia”. Juan acató la orden, probablemente con un choque de tacones, ese fue un beso compromiso. Yo los detesto, te obligas a entregar un beso mientras todos te miran y tú intentas que salga bien. A mí los labios se me engarrotan y lo único que logro es que se acomoden como el pico de un pato. Los besos compromiso tendrían que ser penados con un castigo proporcional, la pena de muerte sería lo adecuado, para cualquiera que los practique y para el que los promueva también. Juan ahí es un experto, de esos tengo muchos en mi balance.
El segundo que recuerdo es el beso que me dio cuando Andrés nació. Fue un beso caliente, apretado y hasta húmedo, se quedó en mis labios con los ojos cerrados un tiempo que no pude medir, solo me soltó cuando Andrés lloró. Fue un llanto premonitorio, Andrés es mezquino con los besos, como su padre. Ese lo tengo inscrito como un beso orgullo. Cuando nuestra hija Ana nació también me besó, pero no fue igual; fue un beso consolación.
Tengo en mi tesorería algunos más, el beso compasión, el beso euforia, el beso hermandad, el beso bienvenida y así unos cuantos. Mi libreta de besos ocupa una página, porque mi letra es mínima, sino serían dos. Tampoco me quejo, todavía tengo años y besos por delante.
El que mejor recuerdo, es el que Juan le dio a su antigua compañera de facultad, María, se llamaba María; el día que la encontramos en la iglesia. No sé para qué fuimos a la iglesia, ni siquiera era domingo. No era necesario, pero yo insistí. Nos la topamos de frente. Juan se sorprendió y María también. Se saludaron con un beso rápido, pero no fugaz. El beso empezó en los ojos, siguió hasta las manos, pero el breve temblor de su abrigo fue el delator. El beso duró un segundo para mí, para ellos duró más. A ese lo hubiera anotado en mi haber como un beso de amor. No tengo ninguno apuntado con ese nombre.
Ese lo registré como el beso que no me incumbe.
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