EL ÚLTIMO BESO QUE DI A MI MADRE (ficción)
— ¡Diles que no me quemen, hijo! Anda, vete a decirles eso. Haz que te oigan tus hermanos. Date tus mañas y diles que no quiero que me quemen cuando me muera.
Un cáncer de pulmón complicado con metástasis ósea invasiva le consume hasta el tuétano. Está enajenada. Fue ingresada de madrugada después de unos fortísimos dolores que no podían aliviar las dosis sensatas de opiáceos. Se tuvo que elegir entre malvivir sin dolor -con la consiguiente pérdida de toda conciencia-, o una sedación insuficiente que haría de su vida un infierno de dolor en vida. Ella sigue reclamando, una y otra vez, que su cuerpo no sea convertido a cenizas. Dice que prefiere ser alimento de sus propios gusanos; aunque luego nada quede…, me dice la pobre para convencerme. Ella, tan acostumbrada a dar vida.
Me quedo todas las noches haciéndole compañía en la incómoda habitación del hospital. Mi presencia se hace necesaria debido a que el equipo sanitario apenas interviene. La enfermera se limita a amarrar sus brazos esqueléticos con unas correas a la cama.
—Para que no se levante y pueda hacerse daño— me dice con tono piadoso desde su ingrata comodidad.
Me ocupo de pasarle de vez en cuando un pañuelo húmedo por los labios abrasados a causa del oxígeno. Una mascarilla transparente emboza su boca y su nariz. Parece una pavesa que se apagara lentamente entre el dolor y con mucho esfuerzo. En sus escasos momentos de lucidez, y para no herirla más, intento comerme los lagrimones.
—Dime esos versos que tanto me gustan, prenda. Recítamelos muy cerca que oiga bien tu aliento, hijo.
—Boca que arrastra mi boca. Boca que me has arrastrado. Boca que vienes de lejos, a iluminarme de rayos…
Y cuando siente mi voz tan cerca de su boca, besa el aire. Me acerco y beso su boca que, con quejidos, pareciera desear beber la vida en mi carne…
—Hundo en tu boca mi vida, oigo rumores de espacios, y el infinito parece que sobre mí se ha volcado.
Con mi presencia sé que mitigo su daño e incremento mi desconsuelo. Comparto con ella sus últimos días. El dolor e impotencia nublan mi entendimiento y también van minando mi resistencia. La medicación paliativa le mantiene medio adormecida. Cuando el suplicio aparece como un calvario, temo y ruego que todo termine y se quede en el último grito. Ella desmayada deja marchar la esperanza.
El hospital se encuentra muy próximo a un colegio, y algunas tardes llego pronto para atenderla. Se oyen llegar hasta la habitación las voces de niños y niñas en constante algarabía entre risas y gritos. A mi madre entonces se le ilumina la cara porque cree que esas vidas que llegan a sus oídos son sus hijos cuando eran niños.
—La mejor edad de mi vida… —dice —…la más feliz… —confiesa —…fue aquella cuando os criaba en el pueblo, hijo.
©2020 aurelio garcía
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