«En un beso sabrás todo lo que he callado». Pablo Neruda
Una lluvia preñada de granizo se desplomaba sin piedad sobre el pavimento.
Esa fue la bienvenida del día cuando entré a trabajar como vendedora en Sears, primera tienda por departamentos del país.
Aquí nos conocimos cuando ambas teníamos dieciocho años.
Ella era soltera y estaba graduada como oficinista y era Jefe de Control e Inventarios. Yo, recién casada y atiborrada de cursis ilusiones color rosa como las protagonistas de las novelas de Corín Tellado.
Lamentablemente, mi vida de casada comenzó a derretirse como los relojes de La Persistencia de la Memoria, de Dalí, y la unión se revistió de indiferencia, violencia y desamores. Ella era mi paño de lágrimas y la primera persona que vio mi corazón desgarrado por dentro.
En el largo pasillo del cuarto piso, un reloj con péndulo de cobre, con majestuosa lentitud, marcaba las diez y ocho minutos de la mañana. Sobre las frías y cuadradas baldosas del piso de linóleo gris, retumbó el sonido producido por unas fuertes pisadas de finos tacones de puntilla que ese día ella calzaba. En este lugar se cruzaron nuestra miradas por primera vez y nació un sentimiento tan contundente como su caminar.
En la medida que me iba alejando de mi marido, los sentimientos hacia ella iban cambiando de rumbo sin que yo lo notara. Es que a su lado yo me aislaba de mi mundo de infortunios: ella era mi protección, refugio y confidente.
Fuimos libros abiertos sin páginas arrancadas, ni tachadas; sin borrones y mucho menos hojas en blanco. Éramos dos amigas despojadas de hipocresías que se atrevían a desnudar sus almas para desentrañar mutuamente, los recovecos de la vida y hasta las oscuridades de nuestra sexualidad.
Mi vida se definió el día que decidí divorciarme y renunciar al trabajo. Me largué sin mirar atrás y sin despedirme de nadie. Me quedé terriblemente sola y con la sensación a cuesta de una mujer frustrada e insatisfecha.
Ha pasado un siglo desde que estoy sola y los recuerdos de ella me persiguen y se apoderan de mí. Me inquieta la evocación de su enloquecedor olor a White Line, su perfume favorito; la gracia de su cuerpo al caminar y la potencia de sus carcajadas que aún retumban en mis oídos.
Muchos años duró ese sentimiento que nos unió y nunca pude calificar, hasta aquel día en que nos citamos en un bar para tomar un café y celebrar los cuarenta años de nuestro primer encuentro.
Llegó mojada por la lluvia de una tarde de septiembre, protegida con una gabardina azul que le llegaba a media pierna. Cuando la vi, sentí que no podía dejar escapar la última oportunidad de amar que había encontrado en el camino. Me acerqué para saludarla; me empiné un poco, era más alta que yo, y le di un beso en la boca…
Mis penas se alejaron y el alma sonrió.
Entramos al bar tomadas de la mano.
Afuera seguía lloviendo.
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