Paloma recibió su primer beso. Le supo a saliva, a tabaco y a decepción. Mojado y baboso. A pesar de que aquel chico era un guaperas. Tanta magia esperada no llegó. En aquella escapada del instituto, probando caladas de cualquier cosa que se fumase, alcohol y juegos peligrosos, aquel rito de iniciación fue absolutamente irrelevante.
Siguió conociendo el mundo adolescente, se divirtió mucho, experimentó con personas y sustancias, hubo primeras veces de muchas experiencias, pero ningún beso le supo de manera especial. Por muchos que probó.
Pasó el tiempo. Llegó a la universidad, lejos de casa. Hubo besos de chocolate, besos de palomitas, besos de cubatas, besos de chicles mascados. Partes del cuerpo buscando camino. Estremecimientos. Caricias como insinuaciones; sí pero no, no pero sí. Suave electricidad a flor de piel. Fuego. Saltos de corazón. Orgasmos. Pero nada rotundo, nada extraordinario, nada crucial.
Hasta que, en algún momento, apareció Raúl. Se convirtió en su amigo. Un día, en el que él la andaba consolando de un nuevo y breve desamor, notó algo diferente en su mirada. Paloma también se sorprendió observándolo con otros ojos. Le pareció que sus miradas traspasaban el cuerpo, y se veían más allá. Cerraron los ojos para verse mejor. Se aproximaron y sus labios se tantearon. Sus respiraciones se exploraron, sus fosas nasales se activaron, y ella reconoció su olor. Él el suyo también.
—Paloma, me hueles a primavera, a luz, a sol —le dijo Raúl al oído.
—Es la colonia que uso, de cítricos —susurró ella, ruborizándose.
Él no notó el rubor de ella, por la proximidad.
—No, Paloma, eres tú.
Sus bocas se juntaron. Paloma notó un calor húmedo de fresa, una lengua tímida que buscaba la de ella. Y le supo a dulce, a gusto de vainilla y frutas del bosque. La recibió con ansia y una corriente recorrió todo su cuerpo. Jugaron con las lenguas enrollándolas como espirales, como serpientes de gominola, brillantes, húmedas, rezumando un néctar delicioso, una granadina con pequeñas semillas que daban una explosión de sabor. Y luego vinieron los toquecitos en las encías. Esos golpes eran masajes estimulantes que generaban una saliva ligeramente ácida, que contrastaba con el dulzor, armonía para el paladar.
Raúl notó en aquel acercamiento que había llegado a la casa de sus abuelos, en el pueblo. Que el campo lucía con amapolas. Que la abuela le esperaba con el pan amasado, pendiente de él para hornearlo. Y que ese beso era el pan calentito con la mantequilla, que se fundía en su boca al entrar. Ese beso sabía a hogar.
Cuando tras unos momentos se despegaron, Paloma logró balbucear:
—Raúl, ¿qué nos ha pasado?
—Creo que sin andar buscándonos nos hemos encontrado —respondió él, parafraseando a Cortázar, sin saberlo.
Paloma supo que aquel era El Beso.
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