Uno de los hechos que más me marcarían de por vida ocurrió en una parada de bus en la Ciudad de México. Una como cualquier otra, con una tienda de autoservicio a un lado y frente a una de las avenidas más importantes.
Esa tarde acompañé a Polina a tomar el bus luego del colegio; algo habitual, era mi mejor amiga. Siempre charlábamos nimiedades que alimentaban el alma, pues ella tenía una forma divertida de contar las cosas más simples. Además, me hacía reír con chistes tan malos que eran buenos.
Por supuesto, estaba enamorado de ella y casi seguro de que yo también le gustaba. Aunque no decía nada podía verlo en sus ojos. Eran expresivos y grandes, preciosos. Nunca los olvidaré.
Aquel día, gracias al cielo, ¡los camiones iban a reventar! A tal grado que las personas se colgaban de las puertas. Así que esperamos un largo rato. Nuestra conversación comenzó en Australia y terminó en Alaska, llevándonos de paseo por Francia y la madre Rusia. No sé cómo fue que se desvió tanto, pero lo agradezco. Así tuve tiempo de escudriñar su bello rostro. Su piel de porcelana y esas pecas que se dibujaban como estrellas en sus mejillas. Pude notar que miraba mis labios también.
– ¿Me quieres besar? – Pregunté cuando por fin encontré el valor. Estaba nervioso, pero vamos, tenía quince años. Me justifico.
– Lo cierto es que se me antoja – respondió sin pensárselo mucho -. Pero si lo hacemos no quiero que se lo digas a nadie.
Entiendo que ella quisiera que fuese un secreto; seré sincero, yo no era muy agraciado en ese momento y ella una dama bellísima. Eso sí, era una chica superficial. Pero me quería, de eso estoy seguro, de lo contrario ese beso se hubiera quedado en un quizá.
Lo cierto es que asentí con la cabeza y sin hablarlo más nos acercamos lento. Ella cerró los ojos, yo los mantuve abiertos para no olvidar ningún detalle. Quisiera decir que fue mágico y toqué el Everest, o que hablé con los dioses al contacto de nuestros labios, pero nada de eso ocurrió. Fue un simple beso que duró no más de un minuto. No encontré un sabor, no sentí amor, tan solo era el capricho de besar a la mujer más bella que había conocido.
Luego de eso no la volví a ver. Se cambió de colegio y esa fue la última vez que hablamos.
Entonces aprecié más ese beso.
Incluso he ideado una hipótesis, pues noto que mientras más lo recuerdo más mágico se vuelve, más enigmático y trascendental. Los besos no son especiales cuando suceden, puede ser especial la persona, pero no el acto; es un simple contacto corporal como muestra de aprecio o cariño. Este toma su magia cuando el tiempo pasa y lo recuerdas; como un buen vino que se hace mejor mientras más se añeja. Hasta que se convierte en una obra de arte en nuestra memoria.
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