«A veces no hay nada tan importante como los recuerdos.»
Haruki Murakami
Cuando llegué a la residencia la encontré sola, sentada en su silla de ruedas en el vestíbulo de ingreso. Envuelta en una manta de lana y con la mirada fija en sus pensamientos, no me vio llegar. La llamé varias veces: ̶̶ ¡Mamá! Me miró confundida y le tomó un momento reconocerme, pero cuando lo hizo, su rostro se iluminó con una sonrisa algo desfigurada por la parálisis facial. La abracé y la besé en la mejilla mientras ella me acariciaba la espalda con su mano buena. Apenas unos meses atrás, mamá había sufrido un derrame cerebral masivo que le dejó completamente paralizado el lado izquierdo de su cuerpo.
A un principio me fue muy difícil reconocerla en ese estado de dependencia: aún podía comer sola – su mano derecha la podía mover bien- pero para todo lo demás dependía de la ayuda de otros. Sabía que para ella esto era insoportable. Mamá resentía con silenciosa furia el tono condescendiente con el que se dirigían a ella las enfermeras y le atormentaba la idea de que pensaran que ella fuese senil. Mamá confundía las palabras (decía “caballos” cuando se refería a “hijos”, por ejemplo) y por mucho tiempo su pronunciación fue pastosa, como si estuviese ebria, pero su mente estaba lúcida y era capaz de registrar cada detalle a su alrededor con cruel meticulosidad. Encontraba apoyo y consuelo en “los hombres de su vida”: en su segundo esposo (“el que valió la pena esperar”) y en mi noble y generoso hermano. Estaban con ella todos los días y libraban aquellas batallas a las que ella ya no se podía enfrentar: contra enfermeras indolentes y administraciones insensibles.
Yo, la hija que se fue demasiado temprano y demasiado lejos, la visitaba lo más que podía – que no era nunca lo suficiente ni para ella ni para mí.
Cuando era una joven inmadura y convencida de poseer “la verdad”, solía pensar en mi mamá como en una mujer resentida con la vida y con el mundo, incapaz de apreciar lo bueno a su alrededor. Omitía el hecho, con esa ceguera terca de adolescente, de que no tuvo una vida fácil. Con un egoísmo del que hoy me avergüenzo profundamente, me negaba a reconocer la relación entre la serie de circunstancias adversas e injusticias que conformaban el rosario de su vida y el efecto que estas tuvieron sobre su forma particular de responder a su entorno. Mamá vivía en una actitud de rabia contenida. Recuerdo como sus movimientos eran siempre bruscos, su paso furioso y como sus comentarios, tan frecuentemente, rayaban en la ofensa. Creo que se acostumbró de tal manera a estar resentida que cuando su vida, por fin, se acomodó en un amor sincero y en una estabilidad suficiente para vivir tranquila, ya no sabía como ser feliz. Mamá consideraba la felicidad una cursilería.
Después del derrame, sin embargo, algo en ella cambió… un aire marcadamente diferente, una transformación apenas perceptible, pero sustancial. Su cambio era más visible para mí que para mi hermano y para su esposo que la veían todos los dias, pero lo empecé a notar incluso en las conversaciones telefónicas que sosteníamos casi a diario durante los meses antes de mi visita; conversaciones que me dejaban alegre y ligera, con una sonrisa que no se me borraba en todo el día. Esto nunca nos había pasado antes – y digo “nos”, porque ella también sonaba extraordinariamente contenta y despreocupada.
Quiero pensar que en ese proceso neurológico en el que las partes sanas del cerebro asumen el control de las partes comprometidas, algo fundamental se modificó en la forma en como mi mamá percibía el mundo. Seguía siendo una mujer exigente y severa– a mi mamá o le caías bien o le caías mal, no había término medio y su juicio era irrevocable. Pero su tono era diferente. Era más receptiva…más suave. Ahora la risa le brotaba con deliciosa frecuencia- una risa abierta y sonora que sacudía todo su cuerpo y que resultaba absolutamente contagiosa.
Fue en mi último viaje a Alemania, en una de esas cálidas tardes de verano, tomando café en la terraza de la residencia, cuando le propuse el juego del inventario. Mamá llevaba varios dias decaída; no se lograba acomodar a la enfermera nueva, hacía demasiado calor para estar a gusto en ningún lugar y ella estaba especialmente consciente de su dependencia física. Su estado fluctuaba entre irritable y deprimida. Me pidió que fuéramos a la sala con los ventanales que daban a los cerros. Cuando no podía salir del edificio, prefería este lugar a cualquier otro. Un día me confesó que mirando por la ventana ella se imaginaba a si misma viviendo en una de las casitas entre filas de pinos y abetos o caminando por las calles del pueblo, haciendo mandados, tomando una copa de vino en el bistró de la plaza o charlando con los vecinos. Su imaginación era prodigiosa y a lo largo de una vida marcada por tanta adversidad, su capacidad para fugarse en elaboradas fantasías le ayudó a sobrellevar las circunstancias más difíciles. Me alegró saber que hacía uso de este don ahora que su cuerpo no le respondía y muchas veces la encontré sentada en ese lugar, con la mirada perdida en el paisaje y una amplia sonrisa iluminando su rostro.
Sentadas una al lado de la otra frente al enorme ventanal, le expliqué.
-El juego del inventario es un juego de memoria, mamá; pero en vez de recordar cualquier cosa, tenés la oportunidad de hacer limpieza y así te podés quedar solo con los recuerdos buenos y los malos los tirás a la basura, para que no te molesten nunca más. ¿Te gustaría probar?
-Vos y tus ocurrencias… ¿Qué si me gustaría probar? No sé. ¿Tengo otra alternativa? Así que dale. ¿Qué tengo que hacer?
-Es fácil. Yo te digo una palabra y vos tenés dos opciones de respuesta: me decís “basura”, y en ese caso la palabra y todos los recuerdos que la acompañan se echan en esta cesta; o me decís lo que esta palabra te recuerda de bueno y ese recuerdo te queda grabado en la memoria para que lo saqués todas las veces que querás… por si acaso: yo también lo escribo en este cuaderno, como respaldo. Así, cuando estés aburrida o enojada, o triste, podés buscar alguno de estos recuerdos para sentirte mejor.
̶̶ Va a haber mucha basura, te advierto… la cesta no va a alcanzar ̶̶ comentó sarcástica.
̶̶ Bueno, si es así, qué bueno que hagas limpieza, ¿no creés?
Mamá se sonrió por primera vez ese día y con la mano derecha me hizo un ademán para que iniciara el juego.
Empecé con palabras inofensivas, para que ella se aclimatara y bajara las resistencias. A la basura fueron a parar las berenjenas, el atún en lata, las cucarachas, el invierno alemán, viajar en colectivo en Buenos Aires y los cigarrillos (ella había sido fumadora empedernida hasta el día del derrame). Gradualmente, fui lanzándole palabras con asociaciones más profundas y así, como si purgase su historia personal, a la basura se fueron el miedo, el odio, la soledad, la duda, las humillaciones, los abusos… y con ellos también su padre y su primer marido -mi padre. Según lo habíamos acordado, yo escribía cada palabra destinada a la basura en un pedacito de papel, se lo entregaba a mi mamá en su mano derecha y ella, en forma algo burlona, lo depositaba con un gesto exageradamente dramático en la cesta que le puse al frente.
Sin darme cuenta le había ofrecido casi solo palabras “basura”. Pienso que, inconscientemente, la ayudé a “limpiarse” primero para poder disfrutar de los recuerdos buenos después. Esa primera tarde llenamos la cesta y cuando le di las buenas noches me aseguró que se sentía “increíblemente ligera”. Yo también.
Al día siguiente le dije que íbamos a cambiar un poquito las reglas – yo ya no le diría ninguna palabra, sino que la dejaría a ella escoger, sin ningún orden en particular, los recuerdos que considerara dignos de conservarse, que simplemente me los contara y yo los iría apuntando. Mamá se iluminó– esa modalidad le gustaba mucho más.
Echó, entonces, sus redes en el mar de su memoria y cosechó en ellas un amplio surtido de recuerdos: imágenes de su niñez en Entre Rios cargadas de risa e inocencia, travesuras de su juventud en Buenos Aires, sus primeros novios, su belleza “que volvía loquitos a todos”, su viaje a Australia, el verano en Rimini, los dias de “fama y gloria” cuando nuestra casa en Alemania era un centro de reunión para las celebridades de la farándula argentina y mi mamá la estrella de la función: hermosa y elegante. Los verdaderos tesoros de entre sus recuerdos, me decía, eran los momentos vividos con nosotros, sus hijos: los besos de las buenas noches y los buenos días cantados, los tres acurrucados en el sofá mirando televisión, mamá sintiendo nuestras felicidades y nuestras penas como si fueran suyas.
Todas las tardes de la última semana que pasé con ella las dedicamos a sus “buenos recuerdos” …mamá había dado con la fuente de sus alegrías y el flujo de estas dichosas reminiscencias parecía inagotable: decenas de anécdotas de su niñez y de su juventud brotaban junto a sus vivencias de mujer madura y de adulta mayor “casada con un hombre que venera el suelo bajo mis pies”.
La última tarde de mi visita me pidió que sacara de la cesta de las “basuras” dos papelitos: el de su padre y el del mío.
-No todo era basura, ¿sabés? Mi papá tuvo momentos buenos y esos no los quiero olvidar. Cuando estaba alegre y no había tomado demasiado tocaba el acordeón y cantaba canciones solo para mí. A veces me sentaba en sus rodillas y me contaba historias de su vida en Rusia, a orillas del Volga. Me hablaba de cómo se embarcó solito a Sudamérica cuando era todavía un muchacho. Creo que sufrió mucho y eso lo volvió cruel. Pero también había bondad en él.
– ¿Y mi papá? – le pregunte, cautelosa.
– Tu papá fue testigo de tanta maldad después de la guerra…a él le tocó aprender a sobrevivir en medio de una violencia atroz. Eso te endurece y te vuelve desconfiado…bueno, no te tengo que decir lo terrible que podía ser. Pero no era solo eso…también era generoso y profundamente sensible. Ese es el hombre del que me enamoré y a ese hombre no lo quiero olvidar. Apuntalo en tu cuaderno: lo bueno de tu abuelo y lo bueno de tu padre.
Mamá ya no está en este mundo, pero la siento conmigo todos los dias: su voz se mezcla con mi voz interior y oigo su risa que me desvía de mis ocasionales pensamientos sombríos obligándome a limpiar la “basura”. Me quedé con el cuaderno de los buenos recuerdos – ese inventario que construimos juntas entre algunas lágrimas y muchas risas – y con la sanadora certeza de que hay luz hasta en los recuerdos mas oscuros.
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