Totó el Magnífico, que fue quien le enseñó el oficio, siempre decía que lo peor de hacerse viejo era el dineral que había que gastar en maquillaje. Chispi no le creyó hasta que lo despidieron del Gran Circo París. Hasta entonces, eran ellos los que pagaban el maquillaje y todo lo demás. La ropa de colores extravagantes, los zapatones y hasta la nariz postiza. Pero se hizo mayor, y los dueños del circo decidieron que, a su edad, ya no podría hacer reír a los niños. Así que, ahora, Chispi tenía que comprar su propio maquillaje. Y como su cara tenía tantas arrugas y manchas como un mapa topográfico, necesitaba poner capas y capas de pintura blanca para conseguir el mismo efecto que, antes, solo requería unos leves toques aquí y allá.
Chispi se miró al espejo por última vez y guardó las pinturas en el estuche. Su cara ya estaba preparada para contorsionarse en infinitas muecas. Dobló con esmero su traje rojo y amarillo, y lo metió en la maleta desgastada que le había acompañado por media Europa en las giras. Encima, puso los zapatones, envueltos en una bolsa de plástico para no manchar nada. Mientras caminaba hacia la Plaza Mayor, encorvado por el peso de su escueto vestuario, sentía las miradas furtivas de la gente que se cruzaba con él. Por mucho que los asiduos al centro ya estaban acostumbrado a todo, ver a un abuelo con la cara pintada de blanco seguía haciendo que volvieran la cara con curiosidad.
Cuando llegó a su esquina habitual, dejó la maleta en el suelo y se quitó la chaqueta de pana lentamente. Con mucho cuidado, la dobló y la apartó a un lado. Luego se quitó la camisa, los pantalones y los zapatos. Lo hizo sin pudor, mirando con dignidad a la gente que paseaba por los soportales echando un vistazo distraído a los escaparates de las tiendas de recuerdos y antigüedades. Luciendo solo una camiseta imperio, unos enormes calzoncillos de girasoles y sus mejores calcetines, dedicó su primera sonrisa a los curiosos que empezaban a arremolinarse a su lado. Ahora, el cambio de ropa también formaba parte del espectáculo. Sacó su vestuario de trabajo de la maleta y lo extendió en el suelo delante de él. Después de verificar que todas las prendas estaban perfectamente alineadas con las baldosas, y que la combinación de colores era la correcta, empezó a guardar sus prendas de calle, una a una y con la solemnidad de un mayordomo inglés. El show ya estaba en marcha.
Tal como imaginaba, a esas alturas ya se había congregado una pequeña multitud a su alrededor. Era un hermoso domingo de primavera, y el centro estaba rebosante de familias que paseaban por las callejuelas y las plazas haciendo tiempo antes de ir a comer.
Otra consecuencia de hacerse viejo era que ya te sabías todos los trucos. Y Chispi los explotaba como nadie. Con unos movimientos exageradísimos, tomó el pantalón del suelo y lo sacudió delante de él. Levantando la pierna todo lo que pudo, la introdujo por la pernera para volver a sacarla por un agujero disimulado a la altura de la rodilla. La pierna desnuda volvía a estar a la vista de su público, que empezaba a regalarle las primeras sonrisas. Luchar con tu propia ropa era un número que siempre funcionaba. Y podía repetirlo con cada una de las prendas que se iba poniendo. La corbata desproporcionada cuya punta nunca se mantenía en su sitio, la elegante camisa blanca con las mangas recortadas, la colorida levita, la inconfundible peluca amarilla ligada para siempre a su personaje, el sombrero estilo bombín con el que, más tarde, recolectaría monedas. A diferencia de cuando trabajaba en el circo, su actuación ya no se limitada al tiempo que tardaban los operarios en montar la red de los trapecistas. Al contrario, ahora lo importante era mantener la atención el mayor tiempo posible. Al fin y al cabo, actuaba para un público ambulante que pasaba por delante de él, se detenía unos minutos —con suerte— y seguía su camino dejando espacio para los siguientes.
Aquel día, la gente estaba de buen humor. Un sol radiante los empujaba a moverse perezosamente, sin prisa, para tener tiempo de saborear cada rayito que envolvía sus cuerpos en un calor tibio y protector. Y los colores, ¡cómo lucían las plazas y callejones del centro iluminadas por esa luz intensa que al fin se había librado de los filtros de nubes que empañaban la vida durante tantos meses! La gente estaba alegre. Es más, la gente quería estar alegre. Era el día perfecto para Chispi, que hoy tenía más ganas que nunca de hacer reír con sus muecas y bromas. También sus huesos se alegraban de actuar por fin con un clima cálido. Con los años, se había ido convenciendo de que un clown era una especie de atleta cuyo dominio del cuerpo se destinaba a crear posturas imposibles que contaran pequeñas historias para divertir a los demás. Un héroe que lucha contra el mundo con todas sus fuerzas para que podamos reírnos de nuestras limitaciones. Eso no se lo enseñó nadie. Como todos los artistas, poco a poco fue forjando un estilo, una intención, un sentido detrás de los gags que les daba coherencia y contribuía a concebir su personaje y su visión del mundo. Chispi era un pobre diablo que no conseguía hacer nada de forma correcta porque todos los objetos se rebelaban contra él, y la gente se reía porque, quien más quien menos, todos se habían sentido igual de torpes en algún momento. Esa empatía estaba funcionando hoy más que nunca, quizás porque los paseantes se sentían particularmente afortunados en un día tan espléndido, y el sentimiento de piedad que despertaba un negado como Chispi era aún mayor que de costumbre. El caso es que el bombín se estaba llenando de monedas a un ritmo más acelerado de lo habitual. En apenas veinte minutos, ya había ganado más o menos lo mismo que solía acumular después de actuar durante tres horas en los días de invierno.
El grupo de curiosos que miraba su número había ido creciendo y ya tenía varias decenas pendientes de sus gestos. Era el momento de empezar a interactuar con ellos. Sacó su flor trucada y empezó a pasear frente al público, amagando con darle la flor a un señor regordete con un periódico bajo el brazo; después se acercó a una chica joven que le recordaba a Meryl, la segunda ayudante que tuvo el mago del circo y de la que se enamoró un poco —solo un poco, porque la vida errante no permitía ir más allá—. Un par de niños de unos seis años, a quienes sus padres habían vestido igual en un alarde de mal gusto, fueron los siguientes a quienes se acercó con la flor en la mano, pero tampoco ellos fueron los elegidos. Finalmente, fue un joven con cara de despistado quien recibió el obsequio. Al acercarle la flor a la nariz, Chispi apretó el pequeño depósito escondido en la base y un potente chorro de agua salió disparado hacia la cara del joven, que se lo veía venir pero recibió el remojón igualmente. Todo el mundo se rió, a pesar de ser un truco tan viejo como el propio circo. A continuación, Chispi, con cara de sorpresa, se quedó mirando fijamente la flor, buscando el orificio por donde había salido ese chorro traicionero. Tras unos segundos, se acercó un poco más, guiñando el ojo como para enfocar mejor… y otro disparo de agua se estrelló contra su nariz postiza. El público se rió con más ganas y las monedas continuaron acumulándose frente a Chispi, que aplaudió al chico agradeciendo su involuntario papel en la broma.
Una hora después, Chispi había ganado el equivalente a una semana de actuaciones. Se sentía algo cansado ya; y realmente podría dar las gracias, recoger todo y volver a casa a descansar sus doloridos huesos, pero algo lo retenía en aquella esquina. Ni todo el maquillaje que se había puesto podía disimular la inquietud que expresaba su cara. Y teniendo en cuenta que había practicado todas las muecas posibles delante de un espejo durante más de 45 años, lo que estaba pasando debía ser grave, porque no conseguía que su sonrisa tuviera el ángulo correcto. Chipi se fijó en el público, pero no parecía haber nada raro ahí. La gente venía por la calle charlando y, cuando veía el corrillo que se había formado, se acercaba y miraba su actuación durante unos minutos, lo suficiente para sonreír con un par de gags y dejar unas monedas en el sombrero. Después, reemprendían su camino buscando un bar donde tomar el aperitivo. Su espalda cansada ya le estaba dando la lata, recordándole que era el momento de parar y volver a casa. Pero Chispi no se movía del sitio y volvía a repetir, una y otra vez, los mismos gags que acababa de representar. Solo él se daba cuenta de que algo estaba mal. En sus muecas, en la gente, en la mirada…, no sabía qué era pero las cosas no terminaban de encajar.
La lucha ya no era contra sus ropas ni contra algún otro objeto trucado. Ahora estaba peleando contra sí mismo. Y estaba perdiendo. Chispi miró una vez más el bombín lleno de monedas, valorando si era el momento de dejarlo y volver a casa. Ahí debía de haber doscientos euros, si no más. Medio mes de alquiler y una buena compra en el supermercado, más de lo que hubiera imaginado esa mañana mientras, ante el espejo, se preparaba para salir.
Decidió continuar, no quería que su actuación acabara dejándole esa extraña sensación de fracaso. Una vez más, hundió la mano en uno de los bolsillos de su levita, buscando otro de los objetos imposibles que guardaba allí. Pero no lograba decidirse. La gente lo miraba con curiosidad, y eso lo paralizaba aún más. Era el momento de irse, antes de que el calor y los nervios lo hicieran sudar y su esmerado maquillaje se descompusiera por completo. Desesperado, Chispi miró una vez más al público, cada vez más indiferente. Los pequeños grupos habían empezado a hablar entre ellos, sin prestar atención al viejo clown que no terminaba de decidirse a comenzar su siguiente gag. Y entre ese batiburrillo de gente que charlaba y hacía tiempo mirando furtivamente el móvil, Chispi descubrió a un niño sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Debía tener unos seis o siete años y no se diferenciaba de los demás niños que se agolpaban en las primeras filas excepto en una cosa. El niño lo miraba sin pestañear. Esperaba, con devoción y curiosidad, el próximo objeto mágico que el payaso iba a sacar de algún sitio inverosímil. Y en cuanto lo vio, Chispi supo lo que tenía que hacer. Cerró los ojos, volvió a la pista del Circo París y actuó para su público una vez más. Ahora ya podía terminar su actuación y volver a casa.
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