Todas las mañanas Carmen recibe a su vecina que le entrega un bollo para el desayuno recién hechos.
La visita de María, su vecina, es fugaz y mecánica, casi ni sobrepasa la puerta, tan sólo un:
- – Bon día, xiqueta, com estás?
- – Bé, a deu gràcies.
- – Quin lio portem en les monedes de céntim… la fornera està farta!
- – A tot es acostumem. Responde Carmen con languidez. Ahí tens, no em dones les voltes, María i moltes gràcies!
El resto del día, salvo rara excepción, Carmen ni sale, ni recibe visitas. Ella vive sola y ejerce dignamente la soltería. Octogenaria, de último curso y de pelo corto azulado, vive en su casa de toda la vida: Villa Amparo. La que fue de sus padres y anteriormente de sus abuelos. Una casa de una planta, bien conservada, ubicada en el casco antiguo del pueblo, con un jardín en la parte trasera iluminado en primavera por la flor de naranjos y pomelos y el amarillo de los limones, que nunca entendieron de temporadas y estaciones.
De su familia, apenas queda nadie, tan sólo dos sobrinos, Merche y Ramón (herencia de su difunto hermano). La chica vive en Valencia y va por su segundo hijo y tercer marido, éste último divorciado y con dos niñas en la edad del pavo; de ahí que el contacto con su tía, de tanto en cuanto, se mantenga únicamente a través de la línea telefónica, ¿Quién tendría tiempo para más, con todo ese trajín? Ramón, su otro sobrino, en cambio, quisiera visitarla con asiduidad y no puede, ya que lleva años con su residencia y familia asentada en Madrid. Aunque la llama todas las semanas para recordarle películas buenas que ‘echan’ por la tele y charlar un rato con ella y, al menos, una vez al mes, se deja caer por ‘la terreta’ y la visita a Villa Amparo es obligada y reparadora para ambos.
Carmen, por su parte, ha ido envejeciendo sola y sus rarezas han madurado y envejecido con ella. Ahora, en pleno uso de sus facultades mentales que no físicas, se esmera en redactar un pliego con sus últimas voluntades. No quiere dejar nada al azar y siente que su hora se acerca. Pero su soledad es su arma y su casa es su fortín. Primero perdió a su madre, cuando ella aún era joven, y al poco tiempo faltó su padre, a partir de entonces, y más tras la muerte también de su único hermano, empezó a convivir con una absorbente ausencia y notó como se agigantaba su hogar, el que había sido de su familia. Villa Amparo, era una casa solariega de paredes largas y techos altos, con mucha luz en el recibidor y el salón, aunque de alcobas y estancias en penumbra. Una luz que solo se recuperaba a media tarde a través de los rayos que se filtraban por la cristalera que daba acceso al jardín.
Sola y en una casa tan grande qué necesidad tenía de salir. Cada vez fue reduciendo más sus incursiones por las calles de su pueblo. Un pueblo cambiante que ya casi no reconocía. Hasta que un buen día optó por la reclusión voluntaria. Ni compras, ni medicinas, ni visitas al médico. Sus vecinas tuvieron a bien cubrir sus necesidades básicas, por respeto a su avanzada edad, a los lejanos años de convivencia compartida y, sobre todo, por su patente precario estado de salud. Carmen, por su parte, agradecía las atenciones de sus vecinas y sabía cómo recompensarlas, sin prodigarse en charlas con ellas.
Ahora, cuando nota como le falta cada vez más la respiración, y un fuerte dolor ahogado anida en el costado derecho de su pecho, sus voluntades están claras y detalladas de su puño y letra: el pago al seguro, el recibo domiciliado, desea una ceremonia discreta y compartir espacio en el nicho en el que reposan los restos de su familia.
Ha perdido la noción del tiempo y el dolor que yace en su seno se hace más intenso. Aún recuerda la visión que sufrió, días atrás, cuando en el baño se sorprendió medio desnuda frente al espejo. En un primer instante, ni siquiera se reconoció, tan sólo le resultó familiar la mirada, esa mirada fresca que retenía desde joven y que aún le acompañaba, pero esa misma visión se tiñó de dolor al comprobar como una sombra carmesí cubría todo su costado derecho.
De pie en el pasillo de su casa se resigna a su suerte, de nada sirve lamentarse, aunque intuye un final próximo… ¿Final? Agacha la cabeza y se mesa su fino cabello blanquiazul. Mientras se dirige al jardín, piensa que su sufrimiento acaba con su existencia… ¿Acaba? Carmen ya lo cuestiona todo. No hay verdades absolutas y hace tiempo que dejaron de convencerle las homilías del párroco, por eso dejó de acudir también a su cita vespertina de misa de ocho. Ahora ya todo queda en entredicho, pero sin rencor, sin miedo, es solo el último alarde de rebeldía del que se enfrenta a un duelo que sabe, de antemano, perdido.
Carmen nunca se casó, fue tal la devoción que tuvo por sus padres y resto de familia que ni tan siquiera reparó en su condición de célibe per secula seculorum. Una madre de salud frágil obligó a que Carmen ejerciera ese papel, mezcla de administradora, ama de llaves y matriarca temprana. Ella hacía y deshacía a su antojo, gobernaba la casa, administraba las tierras y el rendimiento que éstas daban, con un padre que, gran parte del día, estaba fuera del hogar atendiendo la huerta como un labrador más, mientras que su hermano pequeño estudiaba en un internado.
Pero su capacidad para querer comenzó a desmoronarse con la pérdida de una madre que tanto había amado y atendido en su convalecencia, cuando ella sólo contaba veintitrés años. Dos años después sufrió la pérdida de un padre que no asumió la viudedad. Su pasión murió con ellos y su actividad, la que había desarrollado atendiendo la casa y el trabajo, también se vio resentida. Ella se quedó la casa y cedió la responsabilidad de las tierras a su hermano. Unas hectáreas de huerta y naranjos, repartidas entre los límites de Burjassot, Godella y Borbotó. Durante unos breves años pudo sentirse orgullosa de él y de su buena administración. Los años de estudio internado habían dado sus frutos. La pena es que una muerte repentina y una triquiñuela legal la despojaron, al tiempo, de su hermano y sus tierras, que fueron a parar a la familia política de este.
En aquella época, Carmen comenzó un retiro auto impuesto en Villa Amparo. Su contacto con el exterior se fue reduciendo. Nada ni nadie requerían su presencia fuera de la Villa. Así ha ido eternizando su paso por esta vida en espera de una próxima que le devuelva a Villa Amparo en sus días de esplendor, con aquellas largas veladas de verano en el porche junto a sus padres, familiares y amigos, en las que ella correteaba junto a los demás niños y se divertía con su hermano enseñándole a montar en bici por la senda que se abría en el centro del jardín, flanqueada por naranjos en flor. Todo acompañado con el sonido de las voces, medio en valenciano medio castellano, de los presentes, la voz grave de su padre, las discusiones enconadas sobre política y la presencia serena de su madre que siempre lograba calmar los ánimos y arrebatos antimonárquicos de su marido frente al ‘retor’, que se acaloraba y no dejaba de santiguarse y pasarse el pañuelo por la frente. Al final, todos acababan entre risas y Carmen recuerda como le vencía el sueño en los brazos de su madre.
Reencontrarse con esa vida es lo que quiere Carmen después de una larga y solitaria existencia. Cada vez está más convencida de que su muerte tan sólo será el tránsito de una a otra.
Entre sus voluntades deja escrito, y la visita del abogado y su discreción lo dejan refrendado, que Villa Amparo sea para su sobrino Ramón. El único al que le hace falta una buena excusa para volver y reencontrarse con su juventud, recuperar su pasado. El único que renunció a las tierras y toda la riqueza que heredó su familia porque despojaban a su tía Carmen de todo el trabajo y esfuerzo que había dedicado a lo largo de los años.
Tras dejar resuelto y atado lo que le pudiera interesar de este mundo, Carmen sintió la necesidad de descanso ante un dolor que iba en aumento y oprimía su pecho. Y aquella noche hizo un último recorrido por la casa, revisó cuadros y fotografías de familia que se repartían en suntuosos marcos por cómodas, mesitas y estanterías. Todo estaba allí, aquella vida de esplendor pasajero que le seguía arropando en estos últimos años de soledad y encierro.
Aquel paseo nocturno por todas las estancias de Villa Amparo tuvo un sabor a despedida. Carmen iba tocando en silencio paredes, cuadros y todo lo que salía a su encuentro y rememorando momentos vividos. Y lentamente acabó refugiándose en su alcoba. Ya recostada en la cama y con la tenue luz que siempre dejaba en la mesilla de noche, cerró los ojos y una lágrima resbaló, serpenteante, por sus arrugas hasta morir en la almohada. Morir. Igual que ella. Despacio, tranquila, dejando a un lado el dolor que ya no sentía y durmiendo ese último sueño que le conduciría a la paz de esa otra vida tan ansiada. Y así fue hallada a la mañana siguiente por su vecina que contaba con un juego de llaves para imprevistos al ver que no respondía Carmen a sus llamadas.
El sepelio coincidió con uno de esos pocos e inusuales días grises para aquellos más acostumbrados a esa cadenciosa brisa de Levante.
Y Ramón, tras decisión meditada con la familia, regresó aquel verano que ya arrancaba a Villa Amparo. Su mujer, él y los niños empezaron a descorrer cortinas, quitar polvo y revisar en qué condiciones se encontraba aquella gran casa. Bueno, más bien Ramón y su mujer, los tres niños salieron bien pronto al jardín trasero de la casa y los naranjos y resto de árboles sedientos de agua y necesitados de una buena poda parecieron alegrarse por escuchar risas y correrías de nuevo.
El verano devolvió a Villa Amparo el esplendor de antaño. La casa solariega recuperó su luz, el ruido de alojar a una familia joven, las veladas en el jardín con invitados que comenzaban a media tarde y acababan bien entrada la noche. Con los cantos típicos de la huerta: ‘Les Albaes’ y el acompañamiento de la música de rondalla: guitarras, bandurrias y algún laúd que aportaban vecinos y amigos.
Pero septiembre siempre nos coloca en su sitio y fue presagio de un otoño enfermizo. El benjamín de la familia sufrió una fuerte subida de azúcar que lo tuvo gravemente enfermo y para cuando consiguieron estabilizarlo, noviembre lo recibió con su visión reducida al diez por ciento.
Villa Amparo parece abocada a alternar grandes veladas con otros días de silencio, dolor y duelo.
Ahora, el pequeño de la casa, sin apenas visibilidad, transita por la Villa, despacio, rozando y tocando con sus manitas paredes, cuadros, mobiliario y todo lo que encuentra a su paso; interiorizando y reconociendo al detalle todos los espacios y rincones de casa. Y lo hace extrañamente seguro. Será porque, mientras, Carmen, su tía abuela, reproduce, noche tras noche, ese mismo paseo y llega a sentir las manitas suaves del niño al que conduce y que ahora comparte con ella y hace menos solitaria aquella gran casa que es y será Villa Amparo.
OPINIONES Y COMENTARIOS