De cien abuelos

De cien abuelos

agustin Iriarte

20/04/2021

Nacido en familia corta pero numerosa, mudado de varias ciudades, soy casi un huérfano de abuelos. Pero como solía decir la única que ejerció dicho derecho dado por la sangre, “Nunca nada es del todo malo o del todo bueno”. Esto quedó demostrado a lo largo de mi vida pues fue ella y el mundo quien me regalo un centenar de abuelos.

Muchos de ellos fueron circunstanciales y efímeros. Un grupo grande que se quedó, algunos se fueron más tarde pero están presentes, otros andan todavía en un caminar lento y apacible con el tiempo justo para dar una opinión o regalar un consejo, aunque es indiscutible que todos me dejaron algo. Tanto que tuve que armar una caja, si una caja, imaginaria por supuesto pero bien adornada. Decorada con colores llamativos recolectados por caminos largos que yo no camine, por siestas calurosas de las que no me escape, de pueblos chicos que ya son grandes ciudades, que como es de esperar no vi crecer. Esta perfumada con colonias de jóvenes mujeres que llegaban a una matiné a la que nunca fui y que enamoraban a cualquiera de maneras que nunca imagine.

No dejemos que conclusiones rápidas acoten nuestra imaginación. También en esta caja hay galanes que visten trajes de sastre y bailan tango, siguen silbando un paso doble y repitiendo piropos que en más de una ocasión use, y también hay héroes que volvieron de guerras para enamorar a pequeñas jóvenes que hoy canas peinan.

Esta caja está repleta de muchas cosas. Enumerarlas es un trabajo que yo no quiero hacer tampoco podría ordenarlos en un orden de aparición. De ella saco y meto cosas a mi antojo, aunque no son mías. Me fueron entregadas a lo largo de mucho tiempo, confiadas a mí en su totalidad por sus legítimos dueños y nunca reclamadas. Donaciones totalmente desinteresadas o si había algunos intereses eran muy nobles siempre.

Porque si hay algo que en este mundo nunca falta son buenas personas, por más que la fortuna acomode estratégicamente a los no tan nobles coma para que los crucemos cada media cuadra, el destino equilibrara la balanza poniendo a quien si merezca nuestra atención y afecto.

Sin más preámbulos vamos a lo que realmente vine, o a la que ustedes quieren llegar. Hoy de todo ese tesoro les voy a mostrar algo muy lindo y que uso inconscientemente muchas veces.

Uno de los abuelos más sabios supo decir un día: “Querido amigo deje de sufrir, si hoy nos toca perder que sea rápido. Porque hay que volver a arriesgar y los lamentos no nos darán mejores cartas”. Ese día me pregunte:

– ¿De qué timba vendrá este viejo?

Decidí que mis problemas ya eran grandes como para preocuparme por la billetera de este pobre hombre. De camino a casa, sin pensar en nada, de repente un rayo cayó en mi cabeza y esas palabras se repitieron una y otra vez, tanto que solo tuve que soltar, dejar ir y volver a empezar.

Otro abuelo muy inteligente pero no tan elocuente siempre decía “que al pedo es rempujar cuando el miembro es corto”. A mi pequeña edad solo entendía que era un buen chiste.

Hasta que un maldito día un cheque sin fondo llego a mis manos y nunca lo pude cobrar. Y les juro que aquella ocasión no fue para nada un chiste ni mucho menos algo bueno. Pero si fue claro y entendí que por más que rempujara o insistiera nada solucionaría. Que por más que yo me viera como el más apto esta vez era corto.

Una dulce señora, en muchas tardes de té y mientras trabajábamos en sus pequeñas huertas, me conto una serie de historias no muy afortunadas en las cuales casi siempre perdía algún querer o su suerte se ausentaba por completo. Esto nunca le impidió seguir adelante. El regalo que ella me dio se enuncia así: “Cuando andamos tropezamos y caemos, es ahí cuando nos levantamos de inmediato y nos sacudimos porque dentro de dos pasos volveremos a caernos y esto debemos repetirlo uno y otra vez”. Más que tesón y determinación mi joven razonamiento enmarcó esto en una terquedad ilógica, pero mis repetidos fracasos dando exámenes finales en mis épocas de universidad fueron la habitación vacía en la cual escuché el eco de estas palabras.

De un elegante viajero de platinada cabellera que tapaba con un sobrio sombrero Panamá, en el bar de una estación de ómnibus de vaya uno a saber que paraje de poca monta, escuche incontables anécdotas, casi todas de dudoso desenlace, en las cuales nuestro nuevo amigo siempre salía exitoso, airoso como por arte de magia. Hay que darle el crédito por haber sido un excelente narrador. Al momento en que iniciaba una historia escuchabas una acción, y cual niño frente al regalo más grande del árbol de navidad esperabas la reacción del protagonista, en ocasiones hasta deseabas gritarle advertencias de evidentes peligros, claros para todos, pero no podías gesticular palabra alguna. Ese fue un viaje accidentado pero en aquel lugar por unas cuantas horas me olvide de mi infortunio, del calor, de las viejas quejosas que hacían estruendosos reclamos al aire, pues nadie las escuchaba, ni el llanto de los infantes fatigados por la situación. Era como ver una de esas series de cowboys que tanto me fascinaban ver por las tardes, después de hacer los deberes de la escuela y de lograr que el viejo televisor en blanco y negro sintonizara en una calidad aceptable ese bendito canal. En fin, no los voy a cansar con más detalles. Este señor termino dándome un secreto, (así le describió él), diciendo: “nunca desestimes las ideas de un tonto por más estúpida que te parezca. Presta atención a los detalles y escúchalo con atención porque al más huevón le llega una buena idea algún día”. A decir verdad en ese momento solo creí que se estaba burlando de mí por ser la única alma escuchando sus historias con tanta concentración.

Pero nobleza obliga que me sincere con ustedes y les cuente que mi pequeño negocio es el fruto de una noche en la cantina que yo frecuentaba. Un borracho vociferaba que tenía un negocio redondo donde solo perdía aquel que no se atreviera a invertir. Todos sabíamos que ya había bebido lo que su delgada cartera le permitía y el deseo de volver a llenar su vaso hacía que este espectáculo llegara a todos los presentes. No sé si sentí pena por él o influyó el hecho de haber estado alguna vez un poco en sus zapatos. Decidí invitarle una copa. Y como recompensa los secretos de dicho negocio me fueron revelados. Está demás decir que la idea hubo de ser pulida y que con un mucho empeño viví años de ese pequeño negocio. Y que cada tanto, cuando terminaba la jornada, recordaba a ese sombrero Panamá tan prolijo y a ese elegante señor mientras cerraba la puerta con llave soltando media sonrisa.

Esta caja, (no olvidemos que estamos revisando una colorida caja imaginaria), tiene un sector muy amplio donde están sindicados todos los consejos, historias, y advertencias que todo joven que se precie de aventurero debe revisar, acatar y ver a la hora de encarar las turbulentas aguas del romanticismo, amores y hasta promesas de amores eternos.

Hablando de estas cuestiones tan importantes puedo contarles que una amable ancianita, que visitaba mi casa materna, viéndome atravesar el comedor de la casa me llama por mi nombre, con una voz tan delicada, que solo no queda más remedio que acercarse y escuchar lo que ella sentencio: “aquello que sucedió una vez es muy difícil que vuelva a suceder, pero si ocurre por segunda vez puedo afirmar que lo veremos pasar una tercera”. En esta ocasión no entendí nada hasta la tarde, cuando le cuento a mi madre y ella me explica que la afirmación se debía a la conversación que las dos habían tenido sobre mi vida sentimental. El disgusto fue grande, el sentimiento fue de invasión total y motivo suficiente para hacer hincapié en lo entrometida que estas mujeres estaban siendo en asuntos totalmente privados de mi vida. Pero otra vez el tiempo se encargó de darle la razón. Podríamos haber dicho que a esta señora le faltaba un par de materias para recibirse de bruja pero así como ella vaticino los hechos se desencadenaron en un desenlace de total desamor.

Así podríamos estar días completos hablando de anécdotas y aventuras de las cuales yo fui quien recorrió caminos recolectando colores que luego guarde en esta caja. Hablar de siestas de las que si me escape y me encontraron sentado debajo de un árbol resguardándome del calor de intensos veranos, de barajas mal recibidas en apuestas perdidas, de historias fabuladas bien adornadas en las que salgo victorioso casi como por arte de magia y de amores perdidos y novias mal dejadas, de brindis en cantinas de mala muerte y negocios inconclusos en los cuales no me atreví a invertir.

Pero la realidad es que mi paso es ya es apacible, es a mi a quien le sobra el tiempo para repartir consejos y regalar opiniones que nadie pidió, soy yo el que sentado en el banco de una plaza de esta gran ciudad que alguna vez fue un pequeño pueblo y si vi crecer, no termino de comprender porque la gente cada día camina más deprisa, cada vez más encerrada en pequeños dispositivos que nunca termino de entender.

Ya son muy poco frecuentes las charlas extensas y menos frecuentes encontrar gente joven con tiempo y ganas de conversar. Por las tardes, sentado en la banca o en la mesa de algún café, solo saludo algún ex colega al pasar. En el diario matutino solo se habla de que es seguro que nos vuelvan a encerrar.

Y ya poco tiempo me queda para repartir todo lo que en mi caja he podido guardar.

A los más cercanos no deseo cansar con este tesoro, además sé que su prisa poco les deja para pensar, y a ustedes mucho más tiempo no les pretendo robar.

Por último y para ir despidiéndome, aclaro que sé que la experiencia no se puede contar. Que cada uno de ustedes está deseosos y es obligación en esta vida que vivan las suyas propias, y eso genera una alegría que invade mi corazón, me recuerda como de joven veía todo lo que me quedaba por recorrer, como el mundo me ofrecía aventuras por vivir.

Antes de cerrar esta caja que comparto con ustedes, les voy a dejar lo que me dijo uno de mis cien abuelos: “El que aprende de los errores ajenos es un sabio pero el que aprende de sus propios errores es un genio”.

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