Hace tiempo conocí a un sujeto llamado Gabriel no temía a nada, se enfrentaba diariamente a los socavones que la vida le colocaba delante sin apenas dejar que le perturbaran. Era la persona más valerosa que conocía, siendo yo un adolescente inquieto y sensible, nada aconsejable en aquellos tiempos en los que sobrevivíamos, pese a esta adversidad, era un joven centrado para mis catorce duros inviernos. Me juntaba con diversos grupos de personas de varias edades y condiciones, pues me gustaba aprender de cualquiera que me quisiera instruir. Mis días transcurrían entre las visitas relámpago a la escuela y correr por los montes observando todo lo que la naturaleza me mostraba, buscando tesoros imaginarios escondidos por bandoleros que años antes tenían su guarida aquí y cabalgaban por estos lares. También en faenar el pequeño terreno que tenía mi buen padre prestado por un terrateniente conocido, donde sembraba de todo lo imaginado para dar de comer a mi pequeña, y unida familia. Buscaba tiempo para mis ratos de aprendizaje y lecciones de vida, pues me gustaba oír a los ancianos y sabios del pueblo, en estos descansos fue cuando empecé a conocerle. Era mi gran héroe procuraba estar siempre cerca del él, a su lado me sentía seguro y capaz de hacer cualquier cosa. Gabriel era como aquellos silenciosos guerreros de comic, con los que pasaba las largas tardes de estío, me divertía leyendo sus aventuras, viendo como alzaban sus espadas de papel sin brillo, para terminar con el enemigo de turno, de armadura en blanco y negro, enfrascados en luchas interminables de cuatro páginas concluyendo el episodio con el dicho “continuara la próxima semana”, bueno pero no me conformaba, quería algo más, así que busque un héroe de carne y hueso que pudiese tocar con mis frías manos, y no esperar semanas interminables para conocer el final de la batalla.
En el invierno de 1940 la situación del país estaba en plena guerra civil de vecinos contra vecinos, donde nadie salía victorioso y todos perdían, faltaba alguien en cada familia, todo se había convertido en un velatorio interminable de lágrimas secas y mudas, puesto que las voces altas estuvieron apagadas durante mucho tiempo. No se podía conversar, siempre había algún oído cerca escuchando cualquier opinión que no fuese políticamente correcta y señalaban con dedo inquisidor a cualquiera que tuviese ideas propias. Observé desde lo más alto de la colina del cojo, donde yo pasaba muchas tardes, como Gabriel hizo huir a una decena de soldados falangistas con ojos ensangrentados por el odio a lo diferente, al grito de” a por ellos” hizo rodar por la pendiente toda clase de cacharos amarrados unos con otros a cuál más ruidoso, haciendo huir a estos individuos del lugar corriendo y sin descubrir que era aquel escandaloso estruendo. Hombres cobardes en solitario pero valientes cuando van en jauría, sin patria , con uniformes heredados de compañeros muertos, algunas camisas azules eran andrajos con agujeros de muerte. Estos venían dispuestos a fusilar sin juicio previo a varios paisanos solo por tener distinto colorido en su bandera y corazón.
En el 1949, no sé desde dónde apareció, pero vi como Gabriel marchaba a paso ligero hasta un accidente ferroviario originado al final del apeadero del pueblo. Era una pequeña caseta de madera llena de agujeros por donde entraba el viento haciendo sonar silbidos como si de una banda desafinada se tratara, y una pequeña banqueta echa con varios trozos incompletos de troncos. Gabriel salvó las vidas de una familia anónima del voraz incendio del vagón del tren de mercancías, de donde salían voces apagadas por el humo y el miedo. Este tren pasaba siempre sin parar pues en mi pueblo nadie partía en busca de nuevas tierras ni aventuras. Gabriel puso su supervivencia en manos del destino que él mismo había escogido. Jamás pensaba en las consecuencias de sus acciones, hasta que todo había terminado. Fue sacando una tras otra a las personas condenadas en esa trampa mortal, estando la puerta principal del vagón cerrada por el revisor, al desconocer la existencia de este maltrecho grupo de los polizones. Mi admiración hacia él seguía aumentando con el paso años, siempre estaba cuando le necesitaban.
A mediados de los años 60, la sequía que ya duraba varios años empujo a los paisanos a buscar trabajo allí donde se demandara. Gabriel se trasladó a trabajar a las minas de carbón del país vecino, allí las jornadas eran interminables. Su entrada al sombrío agujero era anterior a la salida del sol por las lejanas colinas, desfilaban con sus rostros sin perder de vista el suelo, siguiendo el rastro de las pisadas de sus compañeros en la mugrienta tierra, con miradas llenas de resignación hacia la oscuridad. Cuando apenas quedaban algunos indicios de que existiese luz en el exterior, una fila de seres ennegrecidos, como espectros de una maldición diaria, en el final de cada jornada. La salida era aún más triste pensando que todo se repetiría en pocas horas. La precariedad del trabajo y la falta de alimentos básicos, habían vuelto a Gabriel más lento en movimientos y pensamientos, aun así, no dudó en presentarse voluntario para el rescate de varios compañeros que habían quedado encerrados en el derrumbamiento de otra mina cercana. Rápidamente se anudo junto con otros compañeros en una cadena humana para bajar por el respiradero de la mina con la esperanza de encontrar algún indicio de sus camaradas en la oscuridad, bajaron con el nerviosismo lógico del momento, pero por suerte el destino quiso que todos se encontraran con vida al final del pequeño túnel que usaban para regenerar el rancio oxigeno de la mina. La orden de aproximarse lo más posible a las entradas de aire la tenían grabada en su memoria los apurados mineros. Fueron extraídos de uno en uno de la tierra y todo quedo en un desagradable susto por la rapidez con la que Gabriel organizó a sus compañeros mineros. Era el mejor, y no tenía duda de ello.
Durante las lluvias torrenciales del largo invierno del 1971, tras cuatro días en que el cielo no cambio de color, solo combinando toda la gama de grises posibles, circulaba el agua por el valle arrastrando ramas y enceres de labranza propios de esos años. El rio embravecido buscaba su antiguo cauce entre las ya maltrechas calles, inundando las quebradizas aulas de madera con techos de cañizo situadas al fondo del pueblo. En varias ocasiones Gabriel entro nadando para salvar la vida de cuatro infantes que resignados y temerosos se encontraban con sus últimos instantes de vida, viendo como las aguas turbias amenazaban arrebatarles su corta existencia. Mi fascinación por él seguía creciendo, como crecía mi cuerpo de hombre, sin duda no me había equivocado.
Para 1974 se había casado en dos ocasiones y tenía esposa y tres hijas, por las que trabajaba su pequeño y escabroso campo desde que apuntaban las primeras luces del día. También trabajaba en campos ajenos, de vecinos que poseían más tierras y menos obligaciones que él. Jamás le escuche una queja ni un reproche hacia nadie, aunque se lo mereciera. De piel tosca y sonrisa amplía, iluminaba cualquier lugar por muy sombrío que fuese, llenando de optimismo cualquier morada que visitara, era compañero de sus amigos y prudente con sus enemigos, demasiado listo para entrar en batallas verbales interminables, resolvía los problemas de una vez, dejando sin argumentos a cualquiera que estuviese creando mal ambiente a su alrededor. Poseía entre otras la habilidad de conocer a las personas solo con mirarlas. No sé si era un regalo divino o una condena infernal, pues tenía contadas con los dedos de una mano, las personas en las que podía confiar plenamente.
En 1985 descubrí cómo Gabriel año tras año cuidaba de su familia y amigos, arropándolos en los malos momentos, y estando el primero para aplaudir, por mucho que le doliesen sus estropeadas y maltrechas manos, cuando las cosas terminaban a gusto de todos, alegrándose como si a el mismo le sucedieran. Se interesaba incluso por los habitantes de pueblos vecinos, montando ferias para el intercambio de productos agrícolas y ganaderos entre las familias más necesitadas de la comarca. Orientaba a la gente por el buen camino por muy torcido que lo llevaran, siempre tenían las palabras justas para cada situación, incluso para personas que nunca le hubiesen reservado ni una mirada, ni una palabra, siempre estaba buscando el bien común. Que suerte para mí el seguir a su lado.
En el año del 1999, presencie un gran incendio en la vieja iglesia de los Santos Apóstoles, provocado accidentalmente por un sacristán demasiado mayor para estos quehaceres, al dejar caer un cirio sobre las cortinas recién lavadas por su laboriosa mujer. La falta de ayuda de los lugareños hacia la madre iglesia, mantenían al veterano sacristán en su puesto casi eternamente. La iglesia estaba cada vez más antigua y vacía de feligreses y beatos que ayudaran a su mantenimiento. Distinguí como Gabriel corría desde la otra punta del pueblo hacia el incendio y eso que él tenía reservadas la visitas al templo solo en caso de misa de muerto, por respeto al muerto, no al Dios creador del qué tenía muchas dudas existenciales. Percibiendo que el párroco y el sacristán se encontraban ya fuera de templo, aunque en estado lamentable por la inhalación del humo de los viejos maderos que hacían de vigas en el techo, entro buscando entre la humareda las pequeñas imágenes de apenas sesenta centímetros que estaban colocadas a ambos lados del altar mayor. Las agarró y colocó sobre sus espaldas, cual costalero en la marcha de su hermandad, poniendo a salvo a los copatrones de pueblo San Lucas y San Marcos entre la algarabía general del pueblo, que rodeaban la iglesia intentada inútilmente arrojar cubos de agua sobre el devorador fuego. Estas estatuillas las sacaban todos los años en peregrinación por todas las calles del pueblo para bendecir casa por casa y en su fiesta mayor coincidiendo con el fin de la primavera, para darles las gracias por sus cosechas por muy funestas que fuesen.
Año 2020, relato todo esto para que quede en la memoria del que lo lea, con mis condiciones físicas y mentales mermadas por la edad. Ya cumplidos los noventa y cuatro años y porque aún recuerdo mis venturas y desventuras, lo que en mi larga vida pasó, aunque jamás le tuve miedo a nada, que me llevó a más de un problema, sin miedo a los soldados, ni a la oscuridad, ni al fuego, ni menos al agua. Ahora me estremezco y tiemblo de pavor en pensar que esta larga historia de mi vida que ahora trascribo, se me ira olvidando y quedando arrinconada y escondida en mi cabeza, igual que olvidaré los nombres de mis hijas. Tengo pánico a este mal que borrará todo mi pasado y me dejará siempre en un presente inmediato. Pero pronto no volveré a tener miedo, porque olvidaré que tengo esta enfermedad y volveré a ser arriesgado, justo y valeroso, todo un héroe.
Se despide de ustedes un amigo y servidor Gabriel Montoro.
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