Tus manos huelen a carne de membrillo, rosquillas de anís y tostadas con aceite y azúcar. La casa se llena de coplas mientras friegas los cacharros. A veces, cuando estamos todos reunidos, el abuelo te acompaña y se emociona al rememorar las canciones que conocéis desde hace tanto tiempo. Tiene tendencia a emocionarse con facilidad, tú me dices que el abuelo ha sido así siempre, muy sensible, se le saltan las lágrimas enseguida. Me resulta un poco chocante, pues el abuelo también tiene un carácter fuerte. Su emotividad me produce mucha ternura.
“Niña, pareces una cíngara con esa falda”, me dices mientras te sigo por la cocina y me hacen gracia esas expresiones andaluzas tan tuyas. Como cuando te pregunto: ¿qué tal estás, abuela? Y me contestas que “estamos como los títeres”. No te refieres a los muñecos, sino a los artistas que les dan vida y que van de un sitio a otro cargando con sus cachivaches en su carromato. La cocina también es lugar de confidencias; me dices enfurruñada: “el abuelo quiere ir otra vez al pueblo y yo allí me aburro: él se va a los olivos y yo me quedo sola en casa como un tiesto.” Me siento en tus rodillas, siento tu cercanía; rodeo tus hombros con mi brazo. Como en esa foto que tengo puesta en el corcho del estudio, en la que están también mis padres, la gatita y el abuelo, delante de la casa que alquilaron para las vacaciones en Caños de Meca.
Es de ese año que estamos en la playa de Cónil y os pido que me cantéis las coplas del pueblo: Marianita Pineda, Granada, Los Campanilleros… Me envuelven mientras escribo sus letras en mi cuaderno azul para tenerlas siempre. Tiempo después me roban la mochila con el cuaderno dentro. Os lo cuento y el abuelo lo siente tanto, que siempre que surge el tema, recuerda con despecho que lo he perdido. Pero ahora, seguimos sentados en la arena, vosotros en las hamacas y yo en una toalla en el suelo. Vamos a darnos un baño, pero no consigo levantarte de la silla, se ha quedado hundida en la arena, hago esfuerzos, tiro de ti, pero nada… Siempre recuerdas, riéndote, que unos chicos fuertes te tuvieron que ayudar a levantarte. Menos mal. Nos reímos. Entonces, el abuelo y yo nos metemos en el agua. Tú te quedas en la orilla porque el mar te levanta las piernas del suelo y te tira. El abuelo tampoco sabe nadar pero es más atrevido y se agarra a mí por el brazo fuertemente, rígido como un palo. Cuando vienen las olas, le digo: “¡Salta, abuelo! ¡Ahora!” Una y otra ola… Disfrutamos como niños del baño. A la mañana siguiente, me despierto y siento agujetas en el brazo derecho; me extraño porque no recuerdo haber hecho deporte, hasta que caigo en la cuenta y sonrío. Llevo el resto del día las agujetas con felicidad.
El abuelo se hace con un terreno cerca de Barajas, donde pasa mañanas enteras haciendo lo que le gusta: cuidar de la tierra y sus frutos. Planta ciruelos, perales, cerezos… Cultiva tomates, calabazas, calabacines, cebollas, patatas… A veces vamos todos allí y el pilón de agua para regar se convierte en piscina para los nietos. Él trepa a un ciruelo porque todavía se siente joven para hacerlo, a pesar de las prevenciones de sus hijos. Tú me das un tomate del huerto que sabe a tomate de verdad y haces conservas en frascos de cristal. Cuando baja del ciruelo el abuelo, junta sus manos y con un soplido, invoca el canto del mochuelo. Su sonido se expande y vuela lejos, hasta lo alto del cielo, como si mi abuelo con su canto se hiciera ave y sus ojillos sonrientes y pícaros vieran más de lo que yo puedo ver. Sí, el abuelo se siente joven todavía, aunque se haya jubilado ya, en el campo renace su espíritu. Seguramente haces gazpacho para comer y las demás mujeres de la familia también aportan algunos otros manjares.
Como aquella vez que voy a comer con vosotros y me preguntas que si quiero alguna comida en especial. Yo te digo, entusiasmada, que sí, que migas. Las comemos con melón y torreznos. El abuelo está contento y abre una botella de sidra, su bebida preferida para celebrar. Me siento partícipe de su alegría, tú no me dejas que me levante de la mesa para recoger los platos y traer las tazas del café, pero insisto y consigo ayudarte. Siempre tienes esas pastas variadas o algún otro dulce para la sobremesa. Somos una familia de golosos. No sé qué os cuento, pero charlamos. También está Mina, que pilla cuscurros de pan que le da el abuelo mientras comemos. Me dices lo quietecita que se está cuando la limpias las legañas o las patitas. El abuelo la saca a pasear. A Mina también le encantan las visitas de la familia y, más todavía, los viajes en coche. En cuanto ve la puerta abierta, se sube de un salto sin que la digamos nada.
Y es que vamos a muchos sitios juntos: al pueblo, a Barcelona, a Salamanca… Siempre que podéis, venís vosotros también. Ya en el coche, el abuelo no para de hablar, empieza a contar algo que no sabemos si conseguirá terminar porque, entre medias, se le cruzan tantas otras historias que, al final, nos cansamos de escucharle y desconectamos. La abuela le regaña, le dice: “Calla ya, Aurelio, que me pones la cabeza loca.” Mi padre le dice también que pare de hablar, que para eso pone la radio. En un momento dado, dejamos de oírle y eso quiere decir que se ha quedado dormido. Tiene una forma curiosa de dormirse sentado: la cabeza empieza a írsele hacia un lado seguida por el tronco y casi le tengo encima mío. Mirándote, señalo al abuelo callada y tú le das cachetes en el hombro con el dorso de la mano para que se despierte: “Cuchá, ya se ha dormido. ¡Aurelio!”. Esta escena no es única de los viajes, el abuelo tiene facilidad para quedarse dormido de repente. Y tú que, al contrario, tienes el sueño ligero, siempre le despiertas y él dice que no estaba dormido. “Cuchá, niña, dice que no estaba dormido. Pero si estabas roncando…”
Paso un verano en el pueblo con la tita Carmen, su marido y el primo Dani, que es pequeño todavía. Te llevas muy bien con tu hermana y te da pena no poder verla más. Ella vive normalmente en Palma de Mallorca y es difícil conseguir que voléis hasta allí. La tita tiene un carácter fuerte y siempre os dice que compréis un billete y vayáis a verla. Pero el abuelo es reacio, porque le cuesta soltar esa cantidad de dinero, y la tita Carmen, que no se amedrenta, le increpa, medio en broma, medio en serio: “Aurelio, no seas tacaño”. Me cuentas cosas que hace el primo Dani, como que te toca el brazo y dice que lo tienes pocho, te pregunta por qué. Te partes de risa. En el pueblo parece un viejillo. Es gracioso verle caminado, tan pequeño, al lado del abuelo con la misma postura, sincronizados los pasos y las manos agarradas por detrás. Saluda a los paisanos, que le han cogido mucho cariño y le devuelven el saludo. Un día en la Alhambra, unos extranjeros se fijan en él mientras bebe agua de la fuente y te piden permiso para hacerle una foto. Eres como una madre para él.
También nos cuentas cosas a los demás nietos de cuando éramos pequeños y no nos acordamos de lo que hacíamos. Como cuando me estabas cantando para que me durmiera “la Mari Carmen no sabe lavar…” y yo te contestaba respondona “que sí, que mi mamá sí que sabe lavar”. Y es que la canción decía eso, la Mari Carmen, pero, casualmente, mi madre se llama Mari Carmen también. O cuando era más chica todavía, un bebé, y me dejaron contigo para que me cuidaras. No paraba de llorar a grito pelado y la Sra. Juana, tu vecina de al lado, salió y te dijo: ¿pero Antonia, qué le hacéis a esa niña?
Ahora vuelvo a fijarme en tus manos: son unas manos grandes, trabajadas, con arrugas de vejez… Me gustan tus manos, recipiente de hojas de olivo en la fotografía que te hice para uno de los trabajos de postgrado, “Mi Caja de Herramientas”. Son esas manos con las que haces jabón casero mezclando restos de aceite y sosa. Creo que tus manos te representan, ellas te delatan. Son las mismas con las que me das un dinerillo a escondidas y me dices que no le diga nada al abuelo. Que es poco, pero que me compre un chupachús. “Abuela, con esto puedo comprarme cincuenta chupachús”, te digo. Es mucho. Mucho más de lo que os podéis permitir y somos muchos nietos, además. Ella lo hace con todos nosotros. Estoy segura de que se lo quita ella de cosas para poder dárnoslo, y también sé que eso la hace más feliz que un abrigo nuevo.
Sin embargo, eres presumida, eso me dices, que mi padre ha salido a ti. Que de joven te arreglabas y te mirabas veinte veces en el espejo antes de salir a la calle. Te puedo imaginar, tan joven, con tu pelo largo y claro arreglado en bucles, con el vestido que tú misma has cosido para ir al baile donde verás al abuelo y a otros amigos y amigas. Algunos padres y madres irán de carabinas, pero no te importa, lo pasarás bien. No os hace falta un DJ, vosotros sois la música: cantas, bailas, se cuentan chistes (“el abuelo de joven era muy chistoso”, me comentas), alguien toca la guitarra y otro toca la bandurria… Al volver a casa, tu hermano Pepe ha dejado la puerta abierta sujeta con una silla para que entres. Así nadie se da cuenta de que vuelves tarde.
Creo que de esas fiestas vuestras en el pueblo hemos heredado algo toda la familia. En navidades, cantamos villancicos como antaño, el abuelo toca la pandereta y tú, la zambomba, también surgen espontáneos que tocan la botella de anís con un cubierto, otros la batería con las manos contra la mesa, damos palmas y cuando nos cansamos de cantar, entonces sí, ponemos música y nos echamos unos bailes. Siendo los nietos más pequeños teníamos que pedir el aguinaldo con un villancico: “Dame el aguinaldo, carita de rosa, que no tienes cara de ser tan roñosa.”
Desde que faltáis, no hay reunión familiar en la que no os recuerde. Cuando os marchasteis fueron días tristes. Es curioso como cuando una persona anciana se va, su pareja le sigue. Ahora, al recordaros, una sensación plena, cálida y entrañable, me llena y me siento afortunada de haberos conocido, no solo como abuelos, sino como personas. Me siento agradecida de todo el tiempo que pude compartir con vosotros, de todo lo que disfrutamos juntos y de todo lo que me enseñasteis con vuestra forma de ser y hacer. Formáis parte de mí y os llevo con orgullo; así me descubro usando expresiones vuestras: “¡Zascandil!” Le digo a mi gata. O, “tengo que dejar el tabacajo”. “Voy a coger mi mochililla”. Y en las reuniones familiares siempre hay alguien que echa de menos las palabras bromistas del abuelo antes de empezar a comer y, recordándole, dice: “Que partan pan. Que coman tós.”
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