Cuentan que en las noches de luna llena, una hermosa mujer, de cabellos dorados, largos, vestida de novia, con su traje blanco bordado con perlas, saltaba el paredón del cementerio asolando a vecinos de la periferia. Que al oír sus lamentos, corrían desesperados a guardarse en sus casas. Cerrando ventanas, trancaban puertas. Apagaban las luces. La oscuridad era atravesada por un rayo de luminosidad lúgubre. Con fuerte olor a carne putrefacta aromando la cuadra.
Nadie hablaba, ni ofrecían ayuda. El terror se extendía como una brisa macabra. Era la conciencia colectiva, aterrada por malos manejos. Que taladraba conciencias, en su diario trajín. Una cabra negra, vivía en el barrio…
Por las noches, el sueño se vuelve peligroso para personas de mal actuar. La mente genera encuentros, fantasmales por errores feroces que deshonran la vida. Molestan, no hay alcohol capaz para borrar esa herida. Acechos…
Barracas al Sud, zona de rufianes que traían chicas de Europa del este, polacas, rumanas, con engaños de casamiento y buena vida. Lujos, placeres. Todo engaño. Pero al llegar, solo comprobaban la traición de varón, que prometía bienestar. Todo era ardid para engordar a un ejército de proxenetas.
Obligadas a fuerza y torturas, a ejercer la prostitución perdían sus esperanzas, al ser vendidas como esclavas sexuales. Todo bajo silencio hasta de autoridades nacionales. La Zuig Migdal, manejaba los hilos del negocio infame.
Judith, la novia engañada. Asesinada violentamente por resistirse a trabajar para la organización, se convirtió en fantasma. Enterrada en el solar especial de la calle Arredondo, en Avellaneda, Buenos Aires. Saltaba la tapia del cementerio y recorría sus calles en busca de su engañador, con su traje ya gris y ajado. Dicen, que tardó más de diez años en encontrarlo. Cuando logró ubicarlo, lo fulminó como un rayo. Desde esa noche, creció la leyenda de la novia fantasma…
Judith, reza una cruz de madera opaca. Perdida entre los yuyos de un cementerio olvidado de Avellaneda…
Encaje un relato negro, redacte con ganas sus tremendas vivencias en un barrio de casitas bajas, donde se cocinaba a fuego lento, el espanto del tráfico de personas. Su ciudad, tiene un cementerio especial, único en el mundo. Donde descansan chicas europeas…
Aborde el relato desde la historia que usted conoce. Córrase a los policiales, haga literatura negra, aborde otros géneros. Intente brindar claridad, le aconseja el observador cervecero. Un compañero leal, que sabe direccionar la estrategia del mensaje…
Había amigos mayores que instruían, e invitaban conocer lugares apropiados. Y en lo posible, sin pagar los favores de chicas de burdeles. “Las chicas que fuman” estaban ocultas en una ciudad que no las veía…
Este relato sucedió realmente. Fueron asombradísimos protagonistas de un hecho que causa escalofrío, aun cuándo, guitarra en mano, en rueda de amigos se recuerda. Porque quedó marcado, como un tatuaje en sus mentes. Sus inocentes, trece años y los quince del amigo cantor…
Vaya al grano, clave un cuento negro, como las mentes de esos desclasados sociales que pudieron conocer. Malvados proxenetas. Traficantes de carnes duras y mentes frágiles. Amansadas por torturas surtidas.
Dos chiquilines pasaban música en una fiesta en apariencia normal. En un altillo, estaba su reducto musical para alegrar el casamiento.
-Voy al baño, Pelusa, bajo, atento…
Pelusa Fernández, no lo escuchó, seguía pasando música. Concentrado con auriculares enchufado en ese quipo a lámparas viejo. Sonaba claro y potente, una joya. El cronista, le escapaba al equipo, le daba miedo, lo atemorizaba feo. Temía quedar pegado. Lo jaboneaba morir fulminado… El miedo, también es pornográfico.
Bajó raudamente la escalera del entrepiso donde estaban pasando música, en fiesta de casamiento extraña. Eran disc-jockey, principiantes, en evento festivo. En salón rebosante con público de dudosa calaña. Ambiente duro. Dónde coqueteaba la huesuda negra, como un dado lanzado al azar, se respiraba muerte en cualquier instante.
Ellos, ignoraban lo que cocinaban esas mentes perversas. Adobadas con alcohol berreta.
Bajó las escaleras, cruzó el salón esquivando bailarines. Danzaban los invitados un chamamé, alegres, encopados. Dio un par de pasos para salir al patio, donde existía una cancha de papi futbol. Prolija cancha de tierra, lisita, un billar color marrón con arcos pintados de blanco. Enhebrados con redes blancas de piolas a cuadro. Un orgullo barrial la cancha del Club Bella Vista, en Wilde, Avellaneda.
Debía girar a la derecha para ir al lavadero, el pibe. Allí funcionaban los baños y los vestuarios. No había luz. Todo estaba oscuro. Alguien la había apagado. Escuchó ruidos. Algo extraño le llamó la atención. No ingresó a la zona de lavabos, se quedó duro, congelado. No pudo hacer sus necesidades biológicas.
Asustado. Hacía fuerzas controlando esfínteres. Estaba a punto de palmar. De caerse al piso de tierra. Se descomponía feo. Pero antes de poner sus pies en polvorosa disparada, alcanzó a espiar, con el último aliento que le quedaba. Y fijó la vista en el primer arco. Y no lo podía creer…
Era la primera vez que veía flamear a un fantasma enredado, atrapado en las redes del arco. Y se quejaba el desgraciado… Las canchas de futbol tienen dos arcos. El primero de espaldas y el segundo de frente contra la medianera final. En el primero, a escasos metros, de la entrada al salón, flotaba un cuadrado blanco, como si fuera una camisa colgada en el alambre de una terraza, que cualquier brisa la hace flamear. Pero lo más impresionante, eran las manos aferradas entre las redes. Eran como garras desagradables. Uñas largas, manos blancas. Intenciones negras…
Gemía y se retorcía en sostenido ritmo, le perforaba los sentidos. Mezcla rara. Excitación, violencia, miedo. Justo, con las últimas fuerzas pudo salir disparado. La situación le trepanaba el cerebro, le taladraba el cráneo. El miedo paraliza. Ay…Ay…ah…
Asustado salió de la escena. Corrió para avisarle a su amigo Pelusa. Entró como una tromba al salón, fueron segundos. Agarró el arma el “pibe de Fernández. Provisto de un revólver calibre 22 corto, marca «Bagual», que había comprado en mitad de la semana para hacer mierda a todos los fantasmas que se les cruzaran en el camino. La novia de cementerio que saltaba el paredón y corría vecinos, los tenía acobardados. Para defenderse del cañazo, una lluvia de plomos dispararía el “Bagual”, que iban a estrenar ya. En forma inminente, acribillando al fantasma enredado.
Fernández, dejó un disco sonando, revisó, «el chumbo» y alardeó: «vamos a darle a ese fantasma de mierda su merecido. Para que aprenda de una vez por todas, que no puede andar asustando, a los pibes del barrio. Con el dedo doblado en el gatillo, y los dientes apretados bajó para darle duro.…
Le voy a agujerear esa capa blanca. Lo voy a dejar como un colador al boludo ese. ¡Vamos nene! Alentó el cantor amigo. Exaltado abrió Fernández la puerta, dispuesto a dispararle unos cohetazos al fantasma enredado, pero fueron superados por la acción. Sonriente venía la novia de la fiesta, la recién casada, con su vestido blanco, dos pasos más atrás, el Porfirio Gómez. Joven pintón, veloz correntino, guapo, o como él, se autodefinía; un cacique guaraní, eficaz peleador, gran bailarín. Un delfín saltador para el cuchillo. Tipo impredecible.
La novia pasó al salón como si nada. Pasó sin mirarnos. El loco Gómez, nos llevó al vestuario. Serenamente, encendió las luces, prendió un cigarrillo y con una sonrisa cómplice, nos desubicó
-¿Qué hacen acá, los dos juntos? interrogó.
Y fue Fernández, quien mostrándole el revólver le dijo: «vinimos a cagar a tiros al fantasma que estaba colgado del arco. ¿No lo viste? Estaba enganchado, en las redes de ese arco, enredado, gimiendo feo. El pibe me avisó.
-¡Cómo pueden creer esas pelotudeces! Podían salir en las páginas policiales por ineptos. Cuándo se van a dar cuenta de las cosas… No había un fantasma, dijo el guapo, era la novia de la fiesta. La recién casada. Una joyita perdida…
Quería una fantasía distinta, no pude negarme. Me gustó la idea. Fue un levante fulminante. Nunca dejen para mañana, lo que puedan hacer hoy. Esto fue un amor subrepticio. Un récord de imprudencia para acelerar un destino. Para escapar del infierno…
Y explicó, hay momentos que no se pueden dejar pasar: “para que no se manchara el vestido, la hice agarrar con las dos manos de la red. Levanté con cuidado su vestido de tul. Y parado frente a ella, la tomé de las piernas con mis dos brazos. La fui hamacando despacio al principio. Después, con pasión le daba puñaladas de tripa para enhebrarla en el aire. Las mujeres chicos, son como las chapas. Si no las clavan, se vuelan.
Subieron las escaleras, pensando que se armaba un despelote terrible. No pasó nada. Fue lo más rápido que vio el cronista materia de amores furtivos. Un encuentro lleno de traición, locura y bajeza humana. Un acto de baja estopa. -Al final lo interrogó sin ser juez… – ¿Usted, la conocía? ¿Cómo hizo?
– Fue la primera vez que nos vimos. La traición flota en cualquier esquina, siempre viaja escondida. Hay miradas asesinas. Somos la misma madera. Algún día vas a entender pibe, dijo el guapo fumando como si nada…Sin saber que iba a quedar registrado en su mente para toda una vida. Pasaron más de cincuenta años. El malevo guaraní pasó a visitarlo y dejó un pedido. Escuche Guidrobros. Yo había desertado de las fuerzas policiales. Tenía contactos con la gente del negocio de la Trata. Oficio antiguo. Se acuerda de la novia esa que estaba enredada en el arco. Nos terminamos enredando más allá de esa noche de traición y furia. Quedó un recuerdo que se hizo hombre. Le cuento. La chica había sido reclutada en un pueblito de Corrientes, engañada llegó a Buenos Aires. La tenían en cautiverio, era abusada, explotada. Comprada por el hombre que la acompañaba en aquella fiesta, se casaron.
Pensó que ganaría el cielo. Que sus tormentos terminaban. Su calvario fue peor. La jugaba a los naipes en otras cosas extrañas, pagando con su cuerpo las apuestas perdidas. Caía libre la pobre. Que en acto de desesperación, optó esa noche por mostrar su desprecio. Lo que son las cosas. El proxeneta no se enteró. Pasó usted y descubrió el engaño. Salvamos el cuero. Hágame cuento. Siempre caminé por la cornisa del descontrol, Me jugué mucho para tratar de desaparecer, y de pedo no moría. No logré escapar. Pesa la conciencia a la noche. Tengo catorce hijos desparramados. Sólo seis, saben, mi paradero…
¿Con la misma mujer? No. Con la misma pistola…
Todos esos, son viejos fantasmas. Tarde saldrán a buscarme. Cuente la historia, cuando me muera. No se olvide… Presénteme como un “Cacique guaraní “, extraviado en una jungla de cemento. Por el recuerdo de mi santa madre, María.
ISIDORO GUIDROBROS
OPINIONES Y COMENTARIOS