Si
nos resultarán ajenas las personas de edad avanzada, que ni siquiera
sabemos cómo referirnos a ellas: abuelos, viejos, mayores, yayos,
ancianos… Y no es lo mismo una forma u otra, pues cada una tiene
sus connotaciones. Si se detienen a pensar en ello, reconocerán que
la causa de nuestros titubeos ante la manera de denominarlas es la
misma perplejidad que nos invade cuando hablamos de cualquier otro
grupo orgánico sometido a la marginación: enfermos, presos, locos,
vagabundos… Porque los ancianos, hombres y mujeres, como estamento
social, son unos seres humanos marginados. Asumámoslo cuanto antes
para poder seguir avanzando en nuestro propósito de mejorar nuestra
relación con ellos, comprenderlos y aprender a asistirlos como se
merecen. Pero, utilicemos una expresión u otra, lo importante es el
concepto, la idea que forma nuestro entendimiento de que alguien
próximo a nosotros ha de superar la decepción de contemplar, en
vivo, en directo y en primera persona, cómo va perdiendo
irremediablemente protagonismo, fortaleza física, capacidad
intelectual y poderío, tanto sexual como laboral y, en consecuencia,
también económico. He aquí nuestra principal tarea: acompañar a
nuestros mayores con jovial discreción y ayudarles a pasar el
trance, potenciando siempre su autonomía, sin invadir jamás su
intimidad y respetando en lo posible su libre albedrío.
Las
sociedades occidentales, en las que impera el utilitarismo y la
insolidaridad, centrifugan y relegan a las personas que, como los
viejos, son consideradas improductivas. En semejante ambiente
relativista, parece lógico que quienes habían dado por buena esa
amoral manera de ver las cosas cuando a ellos no les afectaba
directamente lleven mal su forzado ingreso en el vertedero humano con
carácter supernumerario, como miembros de pleno derecho por haber
participado en la construcción y mantenimiento de lo que a fecha de
hoy puede ser calificado como un gran gueto.
Es
importante huir de los tópicos sensibleros que nos pintan la tercera
edad como una segunda infancia, creándonos la falsa impresión de
que los ancianos son seres entrañables a los que hay que proteger
como si de niños se tratara, y no es así necesariamente. Hay de
todo como en botica y, salvo aquellos que padezcan el mal de
Alzheimer o algún otro tipo de demencia senil, los viejos son como
siempre fueron: buenos, malos o regulares. La senectud no tiene
propiedades redentoras y, como dice el refrán: el que tuvo, retuvo y
guardó para la vejez.
No
nos dejemos engañar por las estadísticas, pues si bien es cierto
que la expectativa de vida se ha multiplicado a lo largo de la historia, siempre ha habido mujeres y hombres viejos. La extendida
creencia de que en otras eras la gente no pasaba de los 30, 40 o 50
años, no tiene base científica alguna, pues desde que el mundo es
mundo siempre ha habido sexagenarios, septuagenarios, octogenarios,
nonagenarios y hasta algunos centenarios. El motivo del bulo es que
la tremenda mortalidad infantil de otras épocas reducía
considerablemente la media vital. Sin embargo, tras el descubrimiento
de la penicilina y de otros antibióticos, las muertes por
infecciones bacterianas se redujeron considerablemente, suponiendo
una importante prórroga de nuestra estancia en este planeta que
alguien bautizó con el nombre de Tierra en honor de la diosa griega
Gea, a su vez madre de Fama, la deidad de los rumores, lo que explica
muchas cosas. Con todo, los años de esperanza de vida siempre han
variado mucho en función del sexo y de la clase social.
Visto
el asunto en términos cuantitativos, hay que abordar también los
aspectos cualitativos del mismo, valorando los años que una persona
espera llegar a vivir en condiciones de salud integral, o lo que es
lo mismo, en pleno uso de sus facultades mentales, en ausencia de
deterioro físico y con un nivel socioeconómico aceptable. Los
gobiernos de los países más desarrollados tienen muy en cuenta
estos datos para diseñar sus directrices políticas en materia de
bienestar social y, concretamente, en lo que respecta a la atención
institucional a la tercera edad.
A
pesar de que la lógica más elemental recomendaría evitar hacer
tabla rasa y no fijar una edad precisa que marque severamente el
umbral de la ancianidad, algún sesudo político empeñado en
justificar su sueldo se atrevió a hacerlo, delimitando la frontera
entre la madurez y la vejez en los 65 años. Desde entonces, el
trance se produce a las 00.00 horas del día de nuestro sexagésimo
quinto cumpleaños, ni un minuto antes ni un minuto después. Da
igual que estemos deprimidos y deteriorados o más sanos y animosos
que Tarzán entre los simios mangani. Es como si esa fatídica noche,
cualquiera que sea, con la duodécima campanada del reloj, las uvas,
hasta entonces jugosas, se convirtieran en pasas por arte de
birlibirloque.
El
hecho de que para las últimas generaciones haya coincidido la edad
de jubilación obligatoria con la de la clasificación oficial como
ancianos lleva a inferir que tal coincidencia no fue casual en
origen, sino que obedeció a una estrategia perfectamente planificada
para aprovechar hasta el límite la fuerza de trabajo de unos
ciudadanos y ciudadanas que, hasta 1962, tenían una esperanza de
vida de 69,72 años, por lo que, por término medio, solo podrían
gozar de su condición de pensionistas un lustro escaso, y eso
quienes tuviesen la suerte de no padecer lesiones o enfermedades
invalidantes.
Casi
seis décadas después, las cosas han cambiado cuantitativa y
cualitativamente. Por un lado, la esperanza de vida ha aumentado en
el Estado español hasta sobrepasar los 81 años; y por otro, la edad
de jubilación ha ascendido hasta los 67 años, lo que se traduce en
una previsión estadística media de más de catorce años de
disfrute, es un decir, del merecido descanso laboral retribuido. Si a
ello añadimos la drástica reducción de las conquistas sociales que
tanta sangre, tanto sudor y tantas lágrimas costaron y el
desmantelamiento de los restos del estado del bienestar que
auspiciara la socialdemocracia en la década de los ochenta del siglo
pasado, nos encontramos ante un nuevo y tenebroso escenario,
absolutamente ignoto para el conjunto de una sociedad rejoneada,
intelectualmente debilitada, mayoritariamente empobrecida y temerosa
del incierto futuro que le espera. Y los viejos, con más tiempo que
nunca por delante, no son una excepción.
Sea
como fuere, ha llegado el momento en que tu familiar ha envejecido, y
ahora te toca ti, lector o lectora, ocuparte de él. Puede ser que su
estado físico o mental no le permita llevar una vida autosuficiente
y requiera atención facultativa continuada y, en ese caso, tendrás
que encontrar un lugar adecuado en el que profesionales titulados lo
traten con respeto y amabilidad y le proporcionen los cuidados
médicos y personales que necesite sin restarle un ápice de la
dignidad que se merece como ser humano que es.
La
elección del centro estará inevitablemente condicionada por las
posibilidades económicas, pero es importante tener en cuenta otros
aspectos fundamentales, comenzando por su ubicación. Efectivamente,
la residencia asistida deberá estar situada preferentemente en el
entorno habitual del anciano o anciana, lo que evitará su alienación
y facilitará las visitas de sus allegados, manteniendo el vínculo
afectivo con su hábitat y con sus seres queridos. A poder ser,
optaremos por un centro de construcción reciente o que, al menos,
haya sido reformado suficientemente, asegurándonos de que su modelo
de calidad esté avalado por el pertinente certificado que nos
garantice la aplicación de las normas ISO de última generación en
lo que concierne a las instalaciones, a la gestión y a los
protocolos gerontológicos utilizados. Esta recomendación sirve
tanto para geriátricos públicos como privados, si bien yo soy un
fervoroso partidario de la sanidad pública, pues sé por experiencia
que en los nosocomios particulares predomina su carácter empresarial
y lucrativo, lo que, salvo en las clínicas más elitistas, fuera del
alcance de la inmensa mayoría de la población por sus elevadísimos
precios, no redunda en beneficio del paciente/cliente. De todos
modos, las características específicas de cada caso nos llevarán a
tomar la decisión más conveniente. No obstante, lo apuntado solo
se contempla como alternativa obligada a la permanencia de los viejos
en sus hogares habituales o como elección de los ancianos, hombres y
mujeres, tomada libremente mientras mantienen intactas sus facultades
y su capacidad de obrar y de decidir, pues lo ideal es atender y
cuidar de las personas mayores en sus propias viviendas o en las de
sus familiares tutores.
Del
mismo modo que una mujer embarazada no tiene por qué estar enferma,
tampoco la vejez es en sí misma una patología. De hecho, lo normal
es que los ancianos estén en plena forma, si bien a medida que se
alejan de los 65 años las estadísticas varían considerablemente,
aumentando en proporción geométrica el porcentaje de deteriorados e
inválidos. Así, lo más frecuente será que gran parte de los
viejos que están supuestamente a nuestro cargo no nos necesiten
fuera del terreno de la afectividad, resultando ser ellos los que, en
muchos sentidos, siguen cuidando de nosotros, y más en estos
momentos en que la crisis provocada por la pandemia de covid y por el
capitalismo sistémico está destruyendo muchas economías
familiares.
El
Código Civil recoge la obligación de socorrer a nuestros
progenitores, así que todos estamos obligados a proporcionar a
nuestros padres sustento, habitación, vestido y asistencia médica,
pero como las leyes no tienen sentimientos, nada dicen del necesario
aporte de cariño. A lo justo se menciona el respeto.
Habrá
quien objete, con razón, que si sus relaciones con la persona mayor
sujeta hoy a sus cuidados siempre fueron malas, el afecto natural y
espontáneo hacia ella no le va a llegar deus ex máchina.
Ciertamente es así, y aunque un comportamiento afectuoso se puede
fingir, es preferible dejar las representaciones teatrales para los
actores y las actrices. El amor no se puede imponer y, sin duda, hay
gente aborrecible de todas las edades, pero, en esos casos,
minoritarios, recurriremos a la mágica fórmula magistral: una
mixtura de respeto, cortesía y amabilidad en el trato, algo que
debería presidir siempre cualquier actividad entre seres humanos,
cuanto más si a ellos les debemos, al menos, la vida. Y cuando la
incompatibilidad de caracteres es tan manifiesta que la convivencia
resulta imposible, no queda otro remedio que someterse al arbitrio de
los tribunales de eso que llaman justicia. Por desagradable que
resulte, siempre será mejor y más conmiserativo que abandonar a
nuestros mayores a su suerte en los desiertos de los Monegros o de
Tabernas, según vivamos al norte o al sur de Despeñaperros. No
pongo el clásico ejemplo de las gasolineras porque está ya
demasiado manido y, además, suelen disponer de cámaras de
vigilancia.
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