El abuelo tuvo un Volkswagen Karmann, un verdadero coche de cine. En los años decadentes del tardofranquismo, cuando la dictadura empezaba a desmadejarse frente a un mundo que no entendía, ni la entendía a ella, Juanjo Reyes Córdoba, mi futuro abuelo, a la sazón entre los veintitantos y los treinta y pocos, se trajo de Francia esa maravilla de la automoción.
-Fue antes de conocer a Estrellita, tu abuela -solía contarme en el salón, sentado en su sillón preferido, el que estaba más cerca de la puerta del balcón, al que salía a fumar sus gruesos cigarrillos de tabaco negro-. Como estaba soltero y ya tenía un buen puesto, junté algo de dinero y me fui a buscar el coche a Francia. ¡Jo, jo!, anda que no tuve éxito, con mi acentazo español. Las francesas me oían hablar y ya las tenía a mis pies -y en ese momento, siempre me guiñaba un ojo-. Cuando seas mayor, te llevaré a Francia para que ligues como un descosido. Pero tienes que estudiar francés, ¿eh? Conmigo no cuentes para hacerte de traductor.
Con el coche, el abuelo se paseaba despertando admiración y envidia entre los vecinos. Llevaba las ventanillas bajadas y ponía música americana a toda pastilla.
-La música de los americanos es la mejor del mundo. Y la de los negros, aún mejor que la del resto. ¿Tú has escuchado a James Brown, Ricardín? Eso es darlo todo frente a un micrófono. Así es como hay que ir por la vida, dándolo todo. Así fue como tu abuelo tuvo un cochazo, y así fue también que conquisté a Estrellita, la moza más bella de toda la ciudad.
-Papá -le decía mi padre, apareciendo de pronto en el salón y cortando, sin mala intención pero con autoridad, las fantasías evocadas por la voz del abuelo, los coches deportivos, la música americana, las francesas de ojos dulces… -, deja de llenarle la cabeza de pájaros al niño, que luego en la escuela se pasa las horas en Babia y el maestro nos dice que así no llegará a la universidad.
El abuelo gruñe, pero asiente y calla. Mi padre tiene esa autoridad que los hijos desarrollan sobre los padres a partir de una cierta edad. No lo entenderé hasta más tarde, pero una vez los hijos se vuelven padres, los abuelos se vuelven el refugio mágico de los nietos, y no quieren oír hablar de todas las buenas prácticas educativas que en su día tuvieron que aplicar, ni de «enderezar árboles», ni de «es por tu bien». Quieren maravillarse ante la infancia, tan lejana ya para ellos, y llenar de maravillas la infancia de los nietos. En eso consiste ser abuelo.
-Oye, tú estate atento en la escuela, ¿eh?, y aprende francés -me decía por lo bajo apenas un momento después de que mi padre se diese la vuelta y saliera por donde había entrado.
Le hice caso: presté atención en la escuela, y aprendí todo el francés que pude, con la ayuda de algún profesor particular, la Alliance Française que había en nuestra ciudad y, finalmente, la Escuela Oficial de Idiomas. Y así, llegó el día en que el abuelo me recibió hablándome en francés: «Salut, mon fiston, comment vas-tu ?», a lo que estuve a punto de responderle «Je vais bien, grand-père, et vous, comment allez-vous ?», pero me resultó demasiado académico, así que le dije «Ça va, papi, et toi ?», lo que le provocó una amplia sonrisa de orgullo y calidez.
-Anda, dale un abrazo a tu abuelo, madre mía, ¡qué mayor estás!
Sí, estaba muy mayor. Pero no yo, él. Su cuerpo se encorvaba cada vez más, su paso se había vuelto vacilante y las manos le temblaban. El peso de los años se instalaba sobre sus hombros, le volvía lento y le cubría de arrugas. Inexorable, el tiempo amenazaba con cobrarse su deuda. Y él, infatigable, me repetía:
-Ricardín, nieto mío, por la vida hay que ir dándolo todo, como James Brown delante de un micrófono. Ahora que ya hablas francés, podemos ir a Francia en cuanto te saques la carrera. Pero no te duermas en los laureles, que yo ya voy teniendo una edad.
Evidentemente, me puse aún con más ahínco a estudiar asignaturas soporíferas, presté la atención hasta límites insospechados a las disertaciones que dormían al resto de mis compañeros, aceptaba salir de fiesta sólo cuando había repasado mis cursos y leído unas cuantas páginas en francés… puse todo mi empeño en batirme contra el enemigo invencible, el tiempo, y a mi abuelo el orgullo por su nieto no le cabía en el cuerpo.
Y entonces, apareció Ramón. Estudiante de cuarto año desde hacía tres cursos, vividor y juerguista, Ramón vivía en un continuo «carpe diem» que le había valido una fama que corría como la pólvora en todo el campus. No recuerdo bien en qué asignatura coincidimos, ni en qué momento trabamos amistad, pero nunca olvidaré la cara del abuelo cuando le dije que no podría acompañarle a Francia aquel verano. Ramón había previsto dos semanas en Ibiza, en el mes de julio, que suponían la promesa de un Eldorado como el que los conquistadores nunca encontraron. La mirada del abuelo se ensombreció un momento, y luego me dijo:
-Bueno, está bien, Ricardín, te tienes que divertir con gente de tu edad, es lógico.
Así que nos embarcamos una noche, en el puerto de Valencia, en el ferry más barato que habíamos conseguido encontrar, y horas más tardes nos recibieron las luces del puerto de Ibiza, y la promesa del éxtasis llegaba cabalgando con aquella vista maravillosa de la ciudad antigua, escalando sobre el promontorio como un enjambre de luciérnagas. Ramón me pasó un brazo sobre los hombros:
-Madre mía, Ricardito, las dos semanas que nos esperan…
Durante los días siguientes, probé drogas que ni sabía que existían, cerré discotecas cuando abrían las siguientes, me bañé desnudo con gente de distintos países, tuve relaciones sexuales… todo hasta el exceso, como una venganza contra el tiempo y el esfuerzo dedicados a los estudios. Respeté lo que siempre me había enseñado el abuelo, que en la vida había que darlo todo. Haber aprendido francés siguiendo sus consejos me vino muy bien, dada la cantidad de franceses, canadienses y belgas que rondaban por aquellos pagos. Y gracias a mis habilidades lingüísticas y al «piquito de oro» de Ramón, la segunda semana encontramos a nuestro «cicerone» particular, un expatriado francés ya rondando los sesenta, que se llamaba André. Nos acompañó a las mejores salas de fiesta, nos presentó a la flor y nata de la isla y nos pagó alguna que otra botella. Nos presentaba como sus «ahijados», lo que divertía mucho a sus amigos.
El final de nuestro viaje se acercaba. Llamé a casa una tarde y me enteré de la mala nueva: la salud del abuelo se había deteriorado mucho. Lo habían hospitalizado ese mismo día. Colgué con los remordimientos royéndome por dentro, y regresé a la mesa que compartíamos con André y dos amigas suyas en la terraza de un chiringuito playero para gente bien. La inminente puesta de sol prometía un espectáculo maravilloso, pero yo no estaba de humor para contemplarlo.
– ¿Y esa cara, Ricardito? -me preguntó Ramón al verme llegar.
-El abuelo, lo han hospitalizado. Debería volver cuanto antes.
-El barco no sale hasta pasado mañana.
– ¿Qué le pasa a tu abuelo, chico? -se interesó André.
-La edad -le dije encogiéndome de hombros, los labios fruncidos y la mirada esquiva-. No se puede hacer nada contra eso.
-No, chico, nada de nada. Pero yo puedo hacer algo por ti.
La sonrisa de tiburón que le iluminó de pronto la cara no presagiaba nada bueno. Ramón me miró, con expresión extrañada. Yo levanté las cejas y le dije al francés:
-A ver, te escucho.
-Tú tienes prisa por volver a la Península, y yo tengo un paquete que necesito llevar al mismo sitio, pero nadie me acepta el encargo. Si tú te ocupas de llevar ese paquete, y de entregarlo donde yo te diga, a quien yo te diga, mañana por la mañana estarás en la Península… con una pequeña suma en efectivo, para que puedas ir donde te haga falta.
– ¿Eso es todo?
-El resto de detalles, es mejor que no estés al corriente. Es más sencillo así.
Y es así como dejo la isla, sentado en una lancha que abandona el puerto deportivo de San Antonio mientras una bola roja se hunde en el horizonte del Mediterráneo. El piloto y yo llevamos puestas las gafas de sol, y apenas intercambiamos palabra. Nos hemos saludado, me lo han presentado como Toni y aquí se acaba todo. Toni me tiene que dejar en el puerto de Altea, y yo me las tengo que componer para llevar el paquete a una casa del centro, una de esas bonitas casas encaladas de la Altea histórica, de cuando era un pueblecito lleno de encanto. A lo largo de la travesía, intento no pensar en el abuelo. Ni en nadie de mi familia, de hecho. No sé cómo podría explicarles que me he prestado a hacer de transportista de una especie de narcotraficante francés afincado en Ibiza. Aunque tal vez desvarío, porque no sé qué contiene este paquete. Está envuelto en papel de estraza y una fina cuerda de cáñamo lo envuelve y lo cierra, como si fuese un regalo. A lo mejor es eso, un regalo. Prefiero pensar que es un regalo.
La noche no tarda en caer. El bramido del motor sigue sonando con igual insistencia, y la quilla rompe las olas con sacudidas regulares, no tan fuertes como para provocar mareo ni tan suaves como para arrullarme en la cómoda butaca del copiloto. Las estrellas empiezan a encenderse. Toni verifica los instrumentos y se quita las gafas de sol. Es moreno, de aspecto serio y luce un tatuaje florido en el antebrazo derecho. Es un perfecto desconocido, que me facilita la travesía de vuelta a casa. Eso le hace un poco más simpático a mis ojos.
– ¿Tienes abuelos? -le pregunto casi gritando.
Toni se vuelve y me mira, tal vez pensando que qué me importa a mí eso. Mueve la cabeza negando.
– Murieron hace años -me responde, él también alzando la voz-. Vivían en Francia.
-Mi abuelo estuvo una vez en Francia -le digo-. Fue a comprarse un cochazo, y luego lo conducía con música americana puesta a toda pastilla.
Toni asiente con un vigoroso cabezazo. Estira el brazo y apunta con un índice a lo lejos, a una línea de luz que acaba de aparecer en el horizonte.
-Aquello es Altea. Ya puedes ir relajándote, no hay moros en la costa.
Y en este momento ya sé que el paquete no contiene ningún regalo. Y me digo que tendría que haberme ido con el abuelo a Francia, a ligar con las francesas que hubieran sucumbido a mi acentazo español.
OPINIONES Y COMENTARIOS