De chico, solía visitar la casa de mis abuelos muy a menudo; pero al crecer, esto disminuyó hasta el punto en que, ya desde hace dos años, terminaba por visitarlos cada dos o tres meses, con suerte.
El día en cuestión fue uno de esos domingos en los que yo rompía con su monótona soledad, almorzábamos algo rico preparado por mi abuela con bastante anticipo, y conversábamos sobre la vida. Luego de los sorrentinos con salsa, mi abuelo me pidió que lo acompañase a caminar por los extensos kilómetros que abarcaba el pueblo en el que vivían.
Al terminar de almorzar, siempre supe adormecerme y, al principio, me había costado dar el brazo a torcer. En general, soy de dormir una siesta de una hora, tomar un café caliente, y compartir unas palabras más con mis abuelos, agarrar las llaves del auto y emprender el viaje de regreso.
Terminé por aceptar: Me haría bien para la digestión. En el barrio no se veía ni se oía un alma, domingo como era; además había pocas casas, y eso era igual a pocos vecinos.
A través de varias cuadras, todo era campo: Manzanas enteras de terrenos desiertos, pastizales, arbustos y demás. Por donde se mirase había un ambiente tan calmo y silencioso, que atrapaba y envolvía a mi alma tan tranquila. La cama empezó a llamarme de nuevo.
Parecía que mi abuelo marchaba con un destino fijo entre ceja y ceja, mientras me contaba la historia que estoy a punto de narrarles. Una historia que nunca me había contado. Ni a mí, ni a nadie.
Cuando cruzamos los límites de su terreno, comenzó su historia con una pregunta: «¿Te hablé alguna vez de Pichulino?»
—Todavía me hablo con él. Hace poco nos volvimos a encontrar, después de casi cuarenta años. Fue increíble; y el otro día estuvimos recordando el pasado, todas esas tantas aventuras que habíamos vivido juntos. Éramos como hermanos: «Uña y carne», decía tu bisabuela. Nos íbamos al baile al salir del frigorífico, y cuando se armaba revuelo, nosotros, espalda con espalda, nos la aguantábamos ante cualquiera.
»¡Tan jóvenes éramos! —había dicho—. ¡Y qué guapeza! Eso hoy en día es diferente, ¿viste? Quizá por una mirada o por un empujoncito te pueden llegar a matar. Una punzada y chau, fuiste. Lo vemos todos los días en la tele: antes, arreglábamos las cosas valiéndonos solo de nuestras manos; ¡y qué mano que tenía! Bah: que teníamos. Como nos gustaba el boxeo, pegábamos de lo lindo.
»Y así como salíamos del baile, nos íbamos a la cancha a jugar a la pelota todo el domingo. ¿Qué pibe hoy en día se banca todo eso? Si son todos unos vagos.
»La cuestión es que a veces nos íbamos a entrenar a los médanos y corríamos por kilómetros con el agua hasta las rodillas. Después, en la cancha, sentías que volabas. Íbamos seguido al río, y a veces, salía un picadito cerca de la orilla, y después nos refrescábamos en sus aguas.
»La cosa es que un diecisiete de septiembre, hace muchos años atrás —dijo con una sonrisa—, después de un partido en el que disputé la pelota contra un flaco que, de tan fuerte que trabó di una vuelta entera en el aire y caí casi sentado, con Pichulino y el Chino nos metimos al río, y con el correr de los minutos empezamos a adentrarnos cada vez más en él. Pero el río es traicionero: a la que no te das cuenta, el nivel crece y te arrastra con la corriente por más guapo que seas.
»Fue justo lo que pasó: estábamos bastante lejos de la orilla y en un abrir y cerrar de ojos el cielo se turbó, el aire cambió, y el río nos arrancó de ese sitio y nos depositó a más o menos quinientos metros de ahí. Lo sé porque ya habíamos pasado la altura de las boyas. Para complicánosla aún más, la fuerza del río nos había separado: a Pichulino no lo veía, pero al Chino sí. El pobre se estaba ahogando porque era el único que no sabía nadar de los tres. Estaba a unos cincuenta metros de donde yo estaba.
»Para esto, la crecida del río ya había amainado y por lo menos se podía nadar con más facilidad, aunque aún había una corriente considerable.
»Al verlo, me asusté y salí disparado en su dirección. Nadé hasta que alcanzó a verme, lo cual logró desesperarlo todavía más. Entonces fue cuando dejé de verlo. Se asomaba a la superficie de a pequeños intervalos, dando bocanadas de aire pero ya sin fuerzas. No me faltaba mucho así que me apuré para llegar antes de que fuese demasiado tarde.
»Al fin estaba donde el Chino. Lo agarré de un brazo y le dije que me abrazara, que no se soltara de mí, que yo lo iba a llevar hasta la boya. Me hizo caso, pero estaba difícil la cosa, porque él estaba aterrado, y al abrazarme con tanta tenacidad, me hundía y por lo tanto, nos hundíamos los dos.
»Lo levanté un poco más, solo con un brazo. ¿Sabés la fuerza que tenía yo en ese entonces? Levantaba reces enteras sobre mis hombros. Así estoy hoy en día, también. Uno de joven se hace el macho, no le importa nada, pero de viejo todo vuelve y la vida te pasa factura.
»Entonces, ahí estaba yo, con un brazo levantando al Chino, con el otro haciendo lo imposible por nadar y acercarlo a la boya, y con el resto del cuerpo batallando por no hundirnos.
»Así, pude acortar mucha distancia y la boya se veía más cerca. Estaría a menos de cien metros. Entonces fue cuando lo vi. Por allá estaba Pichulino, más cerca de la boya que nosotros. Traté de chiflarle varias veces. De un momento para el otro, se dio media vuelta (se ve que me había escuchado) y se dispuso a acortar camino para ayudarnos.
Mientras me contaba esto, seguía caminando a mi lado, y las casillas iban dando paso a árboles, matorrales, rocas y cercos improvisados con alambres y troncos. En el despejado cielo se veía pasar algunos pájaros.¡
—La cosa es que entre los dos lo llevábamos de una forma incomodísima —continuó—. Era menos peso para mí, que ya lo había arrastrado por casi cien o doscientos metros, con la corriente en contra.
»En ese momento fue cuando sentí por primera vez el primer calambre que me azotaría ese día, y para peor, se las agarró con mi pierna más hábil. El aductor se me fraccionaba en partes que se dilataban y se contraían muy rápido mientras yo intentaba salvar nuestras vidas. Intenté seguir, por supuesto, pero al cabo de unos segundos, Pichulino se dio cuenta y casi me obligó a continuar solo. Pero nuestra amistad no me permitía dejarlo esforzarse sólo; si bien era el que mejor nadaba de los dos, tenía menos resistencia. Pero también pensaba que yo no iba a poder, ya lo había cargado durante interminables minutos, y todavía faltaban unos cuantos. Decidí dejarlos y así yo, durante el turno de Pichulino, podría llegar a la boya.
»A los minutos, ya sujetado a ella y aliviado por fin, masajeándome como podía la pierna (la otra también amagaba con acalambrárseme), miré en dirección a mis amigos, mas no los encontré. Desesperado, miré a uno y otro lado, pero la superficie del río estaba vacía. No había rastros de ellos. Detrás de mí, los guardavidas estaban recogiendo a los últimos que quedaban en el río. A mí ya me habían visto, pero como estaba a salvo en la boya, habrían considerado que estaba en condiciones de esperar un poco más. Me dejaron para lo último. ¡Qué hijos de puta! —dijo apretando los puños y la mandíbula—. Si tan solo hubiesen ido antes.
»Me acuerdo y se me quiebra la voz —me dijo hipando.
Para entonces ya habíamos caminado bastante y, por allá, a lo lejos, pude ver unas tablas de madera en forma de cruz sobre el pastizal, una porción que estaba mucho mejor cuidada que el resto del campo. Vi también algunas rocas, y al acercarme, pude sentir el aroma de unas rosas —algunas ya marchitas y otras más recientes— y notar que ninguna de las dos cruces tenía inscripción alguna.
Fue entonces cuando mi abuelo se detuvo y guardó silencio por varios minutos. Pude ver en su mirada —y en la tensión de los músculos de su cara y cuello— que empleaba todas sus fuerzas, y hacía acopio de toda su voluntad para no llorar. No frente a mí.
Yo ya había sacado mis propias conclusiones. Pero era el momento de confirmarlas:
—Abuelo, ¿no me dijiste que hace poco te lo habías encontrado a Pichulino? —le cuestioné con el ceño fruncido a la vez que me cubría los ojos del sol, con la mano sobre la frente en forma de visera. Él, tras tomarse su tiempo, me respondió:
—Sí, eso te dije. Resulta que me lo encontré en un sueño que tuve. Desde aquel día hasta ese sueño había olvidado todo lo ocurrido. ¡Los había olvidado a ellos! Tal vez haya sido para no sufrir, tal vez para no vivir pensando que pagaba por una estadía en esta tierra que no me pertenecía por completo. Pero todo vuelve. Todo recuerdo, toda vivencia, de una forma u otra, termina golpeando las puertas de tu memoria. Recordé la culpa, la impotencia, la tristeza y la soledad de antaño. Pero ¿qué podría haber hecho? Si me quedaba con ellos nos ahogábamos los tres.
»Esta es la forma que tengo para decirles que no los olvidé —dijo al señalar las tablas—, que hay alguien que todavía los recuerda. Tengo la idea fija de que ellos han vuelto a vivir, ahora, en mis recuerdos. Solo en mí está escrita su historia y su final. Y creo que no debe quedar en un vacío existencial. Entonces, sí estarían muertos de verdad. De verdad y para siempre.
»Cuando me toque a mí, la historia morirá conmigo y así, ellos mueren por segunda y última vez. Pero ahora, vos también conocés los hechos, y los personajes. Evidentemente, acá no están los cuerpos, esto es algo simbólico —dijo mientras volvía a señalar las cruces—. Los padres de ambos están ya en la otra vida. En aquella época, Pichulino… podríamos decir que se crió conmigo. El Chino, en cambio, sí los tenía pero la vida se los llevó, uno detrás del otro luego de que supieran del deceso de su único hijo. Por tanto, soy el único que los guarda en su memoria. Lo cual me parte el alma. Si algún día ya no estoy más, me gustaría que recuerdes esta historia y me regales un poco de tu tiempo poniéndole flores cada tanto en mí nombre, o en el de ambos, según lo dicte tu corazón. Sé que los voy a encontrar allá, en donde sea que eso signifique, y vamos a volver a ser como supimos serlo en aquella época, y espalda con espalda, hacerle frente a la eternidad.
Al mes de lo narrado me dieron la triste noticia de que mi abuelo había fallecido, mientras dormía, un diecisiete de septiembre. Particular fecha. Esta historia le confiere a la imagen de mi abuelo un aura de sentimentalismo que siempre creí que faltaba en los hombres crecidos en aquella época, incluso en la de mi padre. Todo esto ablandó el corazón del hombre de piedra que yo creí conocer.
Así murió. Nos dejó el mismo día que sus íntimos amigos lo hubieron dejado a él, hace más de sesenta años, viviendo otra vida y —hasta que no le llegó su momento— sin poder recordar los hechos más importantes de la suya. Lo triste es que la semana anterior a su partida ya no me reconocía, ni a su mujer e hijos, solo articulaba unas pocas y contadas palabras, si es que se le daba por decir algo, que a excepción mía, nadie más podía darles significado alguno.
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