Grabo los dos primeros audios y los lanzo como anzuelo al chat de Estelita. En el primero, resumidamente la pongo al día de mis últimos acontecimientos y en el segundo, le digo “Bueno, ahora contame vos, ¿cómo estás mamucha? ¿cuáles son las últimas novedades?”, sabiendo que esas preguntas me devolverán un telar de relatos que por momento se entrecruzan y otras, se irán por caminos sin retorno, y que casi siempre terminarán en un “¡Ay! Ya me fui por las ramas”.
Una vez que Estelita mordió el anzuelo, no demora más de un minuto en comenzar a grabar audio. Ese momento tiene sabor a domingo, pongo la pava al fuego para tomarme unos mates mientras leo el “grabando audio…” de color verde que me provoca una satisfacción inexplicable. Al comenzar a reproducir sus audios, cada frase será un beso en la frente, una tarde en el río, un “chancletazo” volando, una carcajada hasta el llanto.
“¡Hola mija!”
Repito mentalmente con ella la frase con que arranca el primer audio y que acorta fugazmente los diez mil kilómetros de distancia que nos separan. A partir de ese momento puedo disponerme a realizar algún quehacer doméstico mientras escucho su voz que me acompaña por todo el departamento e imagino que me va siguiendo con sus pasitos cortos y enérgicos mientras me ceba unos mates amargos.
“Te voy a ir contando por partes”
Separa por tema cada audio, así dice ella que se organiza para narrar los acontecimientos sin que se le olvide nada. Aunque no la vea, sé que está sentada en la reposera de la cocina, en el sillón hamaca del living o recostada en la cama con sus piernitas cruzadas. La rodean portarretratos con fotos familiares cómplices de nuestros audios y que ella va actualizando eventualmente. No se resiste al paso de los años y con orgullo me comparte una que otra foto desenfocada donde me muestra cómo su cabellera se va tiñendo de un blanco platinado natural. Tengo la desventaja de ser la hija a la distancia, pero gozo del privilegio de recibir respuesta al instante cada vez que la busco. Ella detiene su tiempo de rutina autoimpuesta, crea una cápsula entre ambas, burbuja sin fechas, ni espacios, ni responsabilidades, ni husos horarios.
“Martín, ¿querés que mañana yo te la busque a Maité y la traiga a casa conmigo y el nono?”
Me cuenta cómo se ofrece a pasar por su nieta a casa de mi hermano para que él pueda trabajar tranquilo y descansar, aunque sea un rato. La excusa perfecta de Estelita para entrar al mundo mágico de Maité (su nieta más chica), reírse de sus ocurrencias, hacerle verduritas hervidas con carne asada que hizo el nono el domingo y que sobró para toda la semana. “Bela Bela ¿querés jugar a la escondida?” le pregunta Maité. Aunque las rodillas le duelen y su respiración se agita, Estelita corre de punta a punta por el patio y se pregunta dónde estará Maité, como si no la viera, como si su nieta fuera de verdad aquel unicornio, pony o princesa y las dos tuvieran el don de la invisibilidad o pudieran teletransportarse a las nubes o a algún nuevo lugar que ha creado Maité esa tarde para ambas. Cuando el cansancio en Estelita la regresa a la realidad, le propone dormir una siesta juntas, como es costumbre en esa casa. La cama de los abuelos es la más amplia de todas las camas en las que haya dormido o reposado en mi vida, y no por lo ancho de sus plazas, sino por la enorme capacidad de cobijo. La siesta incluye una canción de cuna que cuenta una historia que Estelita improvisa mientras la arrulla, y en la que intervendrán todos los personajes queridos, reales y ficticios, que tengan que ver con la cotidianeidad de su nieta. Cuando llegan los papás de Maité a recogerla, ella le entrega a su abuela una muñeca, le pide que le diseñe un vestido que ella vendrá a recoger otro día. Es un guiño, un lazo que tejen entre ambas para verse pronto y recrear nuevas tardes de ensueño.
“Estoy en la pieza, con dos puertas cerradas, y lo escucho al Pa renegar por Independiente”
Con esa frase corta bruscamente lo que me venía contando en el audio anterior. El Pa es su esposo, mi papá, el nono. Independiente es el equipo de fútbol al que sigue desde chico, seguramente heredado por su padre. Ser de un equipo u otro no es algo que se elige en Argentina, es algo que se hereda, se asume y si te interesa, cada fin de semana estarás alegrándote, enojándote o sufriendo por los resultados. Pero ese no fue el caso de Estelita, su herencia viene cargada de risas y travesuras de niña, pero también de amargos desarraigos paternales que se resiste a revivir juntando cada tapita, etiqueta, sifón, botella de diferentes marcas y lugares, que se encuentra o le regalan, y que ella acomoda y guarda por todos los muebles de la casa con el afán del coleccionista, frenador del tiempo, que lo que cogió con sus manos ya no soltará, no permitirá que nunca más se vaya, que nunca más le falte lo que a ningún ser en el mundo debería faltarle, el amor y la familia. Es por eso que el Pa, el nono o José son todos los hombres que Estelita precisa en su vida concentrados en uno solo, ocupando cada apapacho faltante en su historia temprana. También es por eso que sufre (sin decírmelo), si se entera que estoy sin pareja a mis cuarenta años, y en cambio se le ilumina la voz con la frase “Él es el hombre, hija” cada vez que le cuento que he conocido a otro fulano. Es reconfortante para ella saber, que a dos cuartos de distancia, escucha la voz de quien ama y permanece a su lado.
“No sabés lo que hizo la loca de tu hermana”
Así es como sé que arranca un audio de carcajadas. Mi hermana «la Diosa de la improvisación», se encargará de poner color y condimento a la rutina de Estelita, por momentos cómplices, por momentos opuestos irreconciliables. Le pedirá a última hora que le cosa algún vestido, una cortina, o un disfraz, que Estelita refunfuñando se pondrá a reparar a las doce de la noche mientras suena la orquesta «traca-traca-traca-traca» de la máquina de coser con alguna novela turca de fondo, que hace cuatro capítulos no avanza de la misma escena. Es un mantra el sonido de la máquina, y es una meditación el hilvanar de cualquier tela, y en esa tarea repetitiva, volará la imaginación de Estelita por mundos únicos que no sabemos, quizás habite un rato en su casa natal, en la silla de ruedas en la que se transportaba a sus escasos diecisiete años, el piano que tocaba su madre, su casamiento, el abrazo que compartimos sobre unas ruinas mayas en México, el nacimiento de su primer nieto, las manos de un bailarín de flamenco, los versos de García Lorca que recitaba de memoria, algún gitano nómada que viene del medio oriente, con orígenes turcos, probablemente, como la novela que ella mira, a las cinco, a las once y a las doce, mientras cose y reconoce lo cerca que está Turquía de su vida en Argentina.
«Mirá qué grande están los tomates que planté con el Manu»
Este audio va acompañado de varias fotos y un video presumiendo cómo crecen sus hortalizas. A sus setenta años y en plena pandemia, Estelita crea un huerto, colorea su jardín, investiga en internet y también, de forma intuitiva, siembra, cuida y cosecha con sus manos que «llegan al patio desde temprano», cantaría Mercedes Sosa, y yo sólo puedo imaginármela trabajando la tierra con esa canción de fondo, como si fuera el soundtrack de sus mañanas. Ella invita a Manuel (su nieto más grande), a ser parte de esta empresa, que requiere de atención y paciencia. Los dos siembran una planta de tomate, pero luego será Estelita quien le dedique todos los cuidados, y llamará algunos días a Manuel para que vea cómo va creciendo y los tomates que han brotado, ese es otro guiño entre abuela y nieto para tener sus charlas íntimas, ella le dará un que otro consejo y el le dirá «gracias Bela Bela» y se irá a los brincos dejando una estela de vitalidad. Ella lo ha cuidado desde recién nacido, él desde recién nacido la observa, la reconoce y la nombra «Bela Bela» , resumiendo en su lenguaje «Bella Abuela». Estelita regresa a su huerto, riega la planta de tomate, observa cómo el agua cae sobre las hojas, se escurre por el tallo y permea la tierra hasta llegar a las raíces, esa planta que alguna vez fue una simple semilla y que se dejó ver por primera vez con pequeños brotes verdes sobre el marrón de la tierra, como los ojos de Manuel asomando con gran esfuerzo de entre sus diminutos párpados de neonato. Él le traía el sol que iluminaba el rostro de una abuela primeriza, una nueva forma de amor había germinado en su vida.
«Con respecto al lugar que me mostraste…yo digo, ¡¿por qué, por qué está todo tan caro y estamos tan encerrados?! Sino, yo te diría que voy a visitarte y me llevás a conocer ese lugar»
Esa frase la dice con tono de deseo y añoranza, después de haberle enviado al chat alguna foto de mi última escapadita por algún lugar mágico de México sintiendo así que, al menos a través de una fría pantalla, la hago partícipe de algunos lapsos de mi vida, los más emocionantes y fuera de la rutina. Ella me recordará alguna anécdota que vivimos juntas, que son varias y variadas, en playas, cenotes, ruinas, callecitas de la ciudad, museos, parques, pueblitos, que recorríamos en sus visitas a México. En esos viajes, que siento ya lejanos, pensábamos poco y nada en el futuro, nuestras charlas estaban llenas de algo profundo, otras veces de lo inmediato y otras, del paisaje que habitábamos. Los últimos encuentros se han dado en Argentina, porque yo voy a visitarlos año a año, nos damos unas buenas dosis de abrazos y nuestras lágrimas confluyen entre sus arrugas y mis patas de gallos. Unos meses antes de mi arribo ella ya tiene planes preparados, salida al teatro, un paseo por los artesanos, una pizza en una terraza, unas mateadas en las sierras y desveladas jugando a las cartas. Ya no necesitamos tanta adrenalina porque sabemos, al pasar los años, el valor del tiempo compartido entonces, sin decirnos nada, extendemos la sobremesa, caminamos lento en los paseos, las mateadas son más largas y las jugadas de cartas son empatadas.
«Bueno mija, ya me voy a hacer de comer al Pa. Cerrá los ojos e imaginate que te abrazo fuerte, fuerte, fuerte y te doy un beso en ese cogote largo»
En esta última frase se le va quebrando la voz y a mi se me hace un nudo en la garganta, cierro los ojos, siento su olor, su abrazo y su beso en mi cuello. Salgo del chat para largar, sin control, un llanto impotente, y no por la distancia que nos separa, sino por el tiempo que se esfuma. Seco mis lágrimas, tomo agua y preparo una voz fresca para enviar mi último audio donde diré que la amo y que tenga paciencia, que ya verá, que reabrirán las fronteras y que pronto, muy pronto nos abrazaremos de nuevo.
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