Alicia esperó apostada en una farola a que alguien entrara o saliera del portal para poder colarse dentro. Se trataba de una calle céntrica, con multitud de comercios y a esa hora de la tarde, las cinco y media, se encontraba en plena ebullición de gente. No tuvo que esperar demasiado, enseguida vio salir a una mujer, se incorporó y se acercó hasta la puerta. «Buenas tardes», saludó sin recibir ni una sola palabra a cambio.
Entró en el portal y recibió agradecida la temperatura tan fresca del interior, en contraste con el bochorno de la calle. Sacó de su carpeta rosa la lista de clientes y consultó el último nombre: «Flora Sánchez, calle Delicias 3, 6.º C». Miró a su alrededor, subió el primer tramo de escaleras y comprobó con estupor un cartel pegado en la puerta del ascensor que anunciaba que estaba averiado. Maldijo su suerte en voz baja y emprendió la subida hasta el sexto.
Ya frente a la puerta se tomó unos segundos para recobrar el aliento. Levantó los brazos y advirtió incómoda cómo dos grandes manchas de sudor acechaban sobre su camiseta azul pálido. Todas las señales parecían indicar que aquella, tal vez, no fuera una de sus tardes más afortunadas y, sin embargo, necesitaba que lo fuera a toda costa. En realidad odiaba aquel trabajo, pero necesitaba el poco dinero que le pagaban para poder costearse sus estudios. Ya había recibido un par de incómodas llamadas de la universidad, reclamándole el pago de las últimas cuotas.
Una vez más o menos recompuesta pulsó el timbre. Desde dentro llegaba el sonido de lo que parecía una televisión a un volumen considerablemente alto. Esperó impaciente unos segundos y volvió a presionar el timbre con más insistencia. «Ya va, ya va. ¿Quién coño…?», escuchó mientras la puerta se abría despacio. Ante ella apareció un hombre de entre setenta y ochenta años (siempre se le había dado fatal calcular edades) vestido con una camisa de cuadros rojos y negros, demasiado gruesa para el calor que hacía esa tarde, y un pantalón marrón visiblemente ajado. El hombre mantenía apresado entre sus dientes un palillo, que movía de un lado para otro de la boca sin necesidad de tocarlo con las manos.
—Hola, buenas tardes —saludó Alicia con una amplia sonrisa—. Permítame que me presente: mi nombre es Alicia y me gustaría hablar con doña Flora Sánchez.
Alicia extendió su mano para dársela al hombre que la miraba con cara agria, sin que este hiciera ninguna mención de responder al gesto.
—Por Flora, dices. Pues no va a ser posible. Flora murió hace… —el hombre hizo una pausa mientras contaba con los dedos de las manos— catorce meses.
—¡Oh! No sabe cuánto lo siento, don… ¿Cuál es su nombre?
—Fermín Egea Sampedro. ¿Se puede sab…?
El sonido de un teléfono dentro del piso interrumpió la conversación.
—¿Pero qué narices pasa esta tarde? —farfulló el hombre mientras se giraba hacia el interior y dejaba allí sola y lívida a Alicia. «Tengo que intentarlo como sea», pensó y acto seguido entró. Cerró la puerta tras de sí y avanzó por el pasillo siguiendo la voz del hombre. La casa olía a polvo, a cerrado y a ropa húmeda, y por un momento sintió ganas de salir corriendo de allí. Apenas entraba luz del exterior a través de las persianas entornadas y, sin embargo, hacía un calor asfixiante. Llegó hasta una pequeña sala con dos butacas raídas junto a una mesa redonda, una estantería repleta de libros y una televisión que seguía emitiendo a todo volumen, pese a que nadie le hiciera caso. Cuando se disponía a coger uno de los libros de la estantería para hojearlo, el hombre entró.
—Mira, niña, no sé lo que quieres, pero me has jodido la siesta. Además, no recuerdo haberte invitado a entrar.
—Sí, perdone, le explico. Flora compró hace tiempo algunos libros y, bueno, ya sabe, la cultura es un ente vivo, en constante evolución, de manera que ahora vengo a ofrecerle una espléndida colección de novelas, que nuestros expertos han elaborado con especial cuidado y…
—¿Has venido a venderme libros? ¿Estás de broma? —dejó el palillo sobre la mesa y sacó otro del bolsillo de la camisa.
—Bueno, verá, es una gran oportunidad que estamos ofreciendo a nuestros clientes. Son seis volúmenes, cuidadosamente encuadernados, para que usted pueda…
—¿Tengo yo cara de leer mucho? —la interrumpió señalando hacia la estantería—. Todos esos libros eran de Flora. La pobre creía que llenar la casa de libros la haría parecer más lista. Mira, fíjate —extendió las palmas de sus manos—. ¿Ves esto? Son callos. Toda la vida trabajando como un cabrón y nunca me ha hecho falta abrir ni uno solo de esos.
—Bueno, don Fermín, tal vez ahora sea un buen momento para empezar a leer, nunca es demasiado tarde. ¿Le importaría bajar el volumen del televisor para poder charlar más tranquilos?
Fermín ignoró la petición y se sentó en una de las butacas. Alicia lo imitó.
—¿Cuántos años tienes, jovencita? —preguntó con tono de desprecio—. ¿Diecinueve, veinte? Eres una mocosa todavía. Y eso es lo que os pasa a las niñitas como tú, que se creen que pueden cambiar el mundo manteniendo todo el día las narices entre libros. Los libros no dan de comer, ¿lo sabes? Nadie puede estar todo el día leyendo y esperar que el pan entre solito por la ventana. ¡Bah, no tienes ni idea!
—Aun así, si me permite, me gustaría mostrarle las obras de las que se compone la colección. —Sacó un tríptico de la carpeta y lo extendió sobre la mesita, mientras hacía titánicos esfuerzos por mantener la calma.
—¡Ya está bien, niña! —de un manotazo barrió el papel—. ¿Es que no te enteras? ¡Largo de aquí, tengo muchas cosas que hacer!
A Alicia le pilló desprevenida el gesto. El pesado ambiente de la habitación y la tensión soportada hasta entonces acabaron por derrumbarla y fue incapaz de reprimir el llanto. Unos enormes lagrimones comenzaron a caer por sus mejillas como si alguien hubiera abierto la compuerta de una presa. Pensó que sería capaz de controlarse, pero a cada segundo que pasaba la desolación se tornaba mayor y aumentaba lo que era ya un torrente desbocado de lágrimas. Olvidó por un instante dónde se encontraba y se abandonó a su propia frustración.
—Tranquila, mujer, tampoco hay que ponerse así, no hay para tanto.
Por un momento el tono del hombre se había suavizado y ahora se mostraba desconcertado. Salió de la habitación y al momento volvió con un paquete de pañuelos que tendió a Alicia. Ella se sonó la nariz y, algo más serena, se atrevió a levantar la vista.
—Lo siento, no sé lo que me ha pasado —se disculpó mientras guardaba el pañuelo en el bolsillo.
—A lo mejor he sido un poco brusco contigo, pero es que, en fin, a ver como digo esto… Me da vergüenza admitirlo, pero es que yo no sé leer —murmuró mientras se frotaba los ojos—. Los libros que ves ahí, como ya te he dicho, eran todos de Flora y nunca se me ocurriría tirarlos porque me recuerdan mucho a ella. Por las noches, después de la cena, se empeñaba siempre en leerme unas cuantas páginas y aunque yo le ponía excusas ella acababa por salirse con la suya. La verdad es que terminó gustándome. Desde que murió tengo que conformarme con las estridentes voces que salen de esa maldita caja tonta. Y cuanto más alta mejor, para no pensar demasiado. Todavía no me explico cómo una mujer como Flora pudo fijarse en un zoquete como yo. Esos son algunos de los misterios del amor, supongo.
Por primera vez asomó una especie de tímida sonrisa en la cara de Fermín antes de volver a hablar.
—La echo tanto de menos. Desde que ella no está me he vuelto un viejo cascarrabias. Es lo que tiene la soledad, que endurece el corazón y a uno se le olvidan hasta los buenos modales. No quiero ni imaginar la bronca de Flora si ella hubiera visto la forma en la que te he hablado.
Alicia lo miraba boquiabierta. Si hace un rato lo que le hubiera gustado era decirle cuatro verdades, ahora empezaba a sentir cierta lástima por aquel hombre.
—Bueno, yo, en realidad, siento haberle molestado, pero se hace tarde y debo seguir trabajando. —Se levantó despacio de la butaca.
—No, espera. ¿Y cuánto dices que cuestan los libros? Lo cierto es que no tengo demasiados gastos, nada de vicios raros, así que tal vez podría…
—Pero si me ha dicho que no sabe leer. ¿Para qué querría usted comprar los libros? No pretendía darle pena, es solo que paso demasiadas horas al día peleando con gente de todo tipo y, bueno, usted no me lo ha puesto demasiado fácil, la verdad. Pero no se preocupe, seguro que la ciudad está repleta de potenciales compradores, solo es cuestión de encontrarlos y convencerlos. Gracias, de todas formas, que pase una feliz tarde.
—No, no, en serio. No te vayas. Es que, bueno, verás, se me había ocurrido una cosa, aunque a lo mejor crees que es una tontería. —A Alicia le pareció que Fermín se ruborizaba—. Tal vez tú podrías, no sé, a lo mejor algún día… —Efectivamente su rostro iba subiendo de color a medida que hablaba.
Alicia esperaba expectante frente a él.
—Lo que quiero decir es que a lo mejor si yo te comprara esos libros de los que hablas, tú podrías, o sea, tú querrías venir algún día a leerme algunas páginas. Solo durante el tiempo que a ti te parezca. Hasta puede que me muera antes de que te aburras de venir a leerle a este pobre viejo. Sería una especie de favor por favor, ¿no te parece? Al final saldríamos ganando los dos. —Se metió las manos en los bolsillos y arqueó los hombros hacia adelante.
A Alicia la proposición la pilló tan desprevenida que se le escapó una sonora carcajada.
—¿De verdad haría eso? —Sus ojos brillaban—. Claro, sí, es genial. Bueno, tendría que organizarme. Ya sabe, las clases, el trabajo, pero seguro que podría sacar un rato para usted, para leerle a usted, quiero decir. ¡Oh, vaya, es fantástico que quiera comprarlos, no se imagina lo que necesitaba esta venta! Ahora solo tendremos que rellenar estos papeles —rebuscó en su carpeta— y en un par de días los tendrá aquí.
La presentadora de la televisión daba paso a los informativos cuando Alicia se despidió.
Fermín apagó el aparato, se acercó hasta la estantería y eligió un libro de cubiertas azules con letras doradas en el lomo. Lo cogió con cuidado y se sentó en una de las butacas, abrió el libro y hundió la cara entre sus páginas.
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